lunes, 6 de noviembre de 2017

EL MITO DE LA SEPARACIÓN DE PODERES: CAPITALISMO Y ESTADO





El mito de la separación de poderes: Capital y Estado


 
Estos días oigo decir con mucha frecuencia que la separación de poderes caracteriza y es propia de las “democracias”...¡qué risa!, como si el poder político no fuera siamés inseparable del poder económico, como si la clase política (toda ella estatal y palaciega) no fuera esa disciplinada ama de llaves del capitalismo, así en el cielo como en la tierra, en la América Macarra (*) como en la China Comunista.

Lo de Cataluña no tiene arreglo en este sistema. Es una ruptura matrimonial que se quiere dirimir en los juzgados o en las urnas, cuando lo que desea cada uno de los conyuges es vencer al otro, machacarle o al menos darle unas hostias bien merecidas. No es desafección, es puro desamor abocado al odio. Es lo que sucede cuando ambos polos son del mismo signo, estatal-capitalista, y no me vengan con ese cuento que diferencia monarquías y repúblicas.


Durante años hubo afecto interesado, pero nunca amor. El afecto o amistad -interesado o no-, sólo se mantiene si es mutuo, y si no es así se disipa por sí solo, tranquilamente, pacíficamente, con indiferencia y olvido. El amor, sin embargo, puede darse en modo unilateral, no correspondido, pero en este caso acaba degenerando en resentimiento y tristeza, porque es de naturaleza bien distinta al afecto y sólo puede producir alegría si es amor mutuo. El nacionalismo español quería amor (que implica sexo, o meter mano como poco), cuando el nacionalismo catalán sólo quería conversación y afecto. Ahora ya ni eso. De esos barros estos lodos, de ahí el pacífico desdén del nacionalismo catalán y la violenta tristeza de su conyuge estatal-españolista, despechado al modo tabernario, torero y legionario, machito de triste épica, sin mejor himno que el pasodoble de Manolo Escobar: “que viva España”. 



 
Los derechos humanos y el universal deber de rebelión (y paciencia)



Las masas (lo que la clase política denomina “pueblos”) que jalean a ambos conyuges nacionales, no son inocentes convidados de piedra, portadores de pancartas protestonas y cómplices silencios. No lo fueron en el constitucional y feliz espectáculo nupcial del 78, ni lo son ahora en el brusco contencioso de la separación matrimonial del 2017. Las masas, sus “pueblos”, son corresponsables, ora por acción, ora por omisión. Las masas no pueden evitar estar constituidas por individuos que votan Estado y consumen Capitalismo cada día. Individuos que a cada instante ponen su voluntad a disposición de la clase político-financiera que los ningunea de oficio. Individuos que con su aquiescencia nominal y plena se hacen tan estatales y capitalistas como los políticos que les representan. A estas alturas de la historia ya no cuela lo de votar progresista, ese velo cayó hace mucho tiempo, incluso antes que el muro de Berlín: cada voto legitima al sistema de dominación estatal-capitalista, que es global aunque funcione hoy mediante franquicias nacionalistas.

Ningún individuo sometido al dominio de otro u otros individuos es irresponsable de su situación, excepto si carece de conciencia. Sólo en ese caso sería víctima inocente, irresponsable del sometimiento que padece. Tampoco son inocentes todos los pueblos sometidos, por mucho que se quiera justificar su presunta inocencia por razón de la injusticia reinante o por su debilidad ante poderes superiores. No son inocentes ni los individuos ni los pueblos, sino plenamente merecedores de los padecimientos derivados de su complacencia con el sistema dominante. No somos inocentes si nos ponemos de perfil ante el impulso de rebelión (natural, prepolítico, ético y moral) que habita en la conciencia de cada uno de nosotros.

Por el conocimiento de la historia hemos podido constatar y constatamos que la mayor parte de la humanidad ha vivido durante la mayor parte de la historia (y sigue viviendo hoy) sometida a regímenes de dominación fundados en la violencia física y/o en la imposición legal y fáctica, violencia al cabo, de las élites corporativas, económicas o militares, de naturaleza siempre oligárquica, amoral, asocial, necesariamente delictiva. La misma cuna de la Democracia, las ciudades-estado de la Grecia antígua, no tenían el descaro de incluir en su haber, en el mismo censo, a los esclavos y a los dueños de sus vidas, como hacen hoy las democracias “más avanzadas”.

Los deberes obligan, mientras que los derechos se esperan, a sabiendas de que pueden ser concedidos o no por quien posee esa gracia, ese poder. El mundo se rige hoy por una burlesca Declaración Universal de los Derechos Humanos y por leyes estatales que los desarrollan, que proclaman esos derechos con fines de propaganda política ajenos a la justicia. Los Estados se rigen por leyes que tratan a los individuos y a los pueblos como pedigüeños reclamantes de su natural igualdad y dignidad, mientras que éstas son aniquiladas previa, sistemática y cotidianamente por los mismos poderes que promulgan las leyes.

Sin ley no hay democracia” dicen los constitucionalistas monárquicos e incluso los repúblicanos españolistas que siguen al excelentísimo señor Mariano Rajoy. “De la democracia nace la ley”, dicen los republicanos independentistas que siguen al honorable señor Carles Puigdemont... y yo también lo diría con ellos si no fuera porque su honorable proyecto de república independiente apunta a la perpetuidad de la dependencia, justo en dirección contraria a la verdadera independencia, dignidad y democracia. ¿Quién queda en este mundo que fie su esperanza de un mundo mejor al suicidio de la clase dominante?

La actual incompatibilidad de ambas facciones sólo es táctica y aparente, sólo es a corto plazo y en la corta distancia. En esencia, en su raíz como en su propósito, ambos bandos pertenecen al mismo club global, estatal-capitalista, son igualmente incompatibles con la más esencial dignidad y democracia (**)

Ya no puede faltar mucho para que se produzca el desenlace definitivo de esta metamorfosis en ciernes. Rebelión y paciencia, compañeras y compañeros.



(*) América Macarra: puede leerse USA o Venezuela.
(**) Democracia: comunidad autogobernada en asamblea de iguales.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Efectivamente, sin democracia no hay ley, y sin ésta no hay democracia, el derecho consuetudinario es ley, que nace de una democracia de iguales, la verdadera. El problema es como siempre de distinguir la verdadera ley y la verdadera democracia, que no pueden ser pregonada, amasada y servida a las masas por los que no han producido nada, u nada bueno en sus vidas, tan difícil es verlo por los fanáticos de unas y otras banderas, o simplemente aspiran a vivir sin producir nada también, o nada bueno?.