sábado, 11 de febrero de 2017

SOBRE PAISANÍA Y COMUNIDAD



Si en pleno vuelo preguntáramos a un astronauta qué ve ahí abajo, más concretamente en la punta sur de Europa, nos dirá que una península, la Ibérica; ¿qué cuántos países divisa?...nos dirá que dos, España y Portugal. Esto será lo normal, es lo que la inmensa mayoría piensa. Eso sí, con algunas variantes, porque muchos entre catalanes y vascos -astronautas o no- dirían que ven hasta cuatro países. Pues NO es así, esa apreciación es un gran error, porque tanto el astronauta como la mayoría de la gente, e incluso como muchos catalanes y vascos, lo que ven son Estados, no países. Un país es otra cosa, es el paisaje real, en el que no existen más líneas que las que corresponden a los cauces de los ríos, las carreteras, los cordales de las montañas, los bordes de los campos de cultivo y los de la tierra urbanizada...visto desde el suelo o visto desde el cosmos.


El país es el territorio en el que se producen la inmensa mayor parte de las relaciones diarias entre las personas que lo habitamos y que en él convivimos, que por eso entre nosotros nos reconocemos como “paisanos”, habitantes de un mismo país. Por eso, nunca oiremos a ningún aragonés que llame “paisano” a alguien de Cádiz o de Asturias. 
La realidad es el territorio, los mapas son interpretaciones y representaciones de la realidad, pero no son el territorio. El mapa, como interpretación mental es muy variable, depende del interés concreto de quien lo dibuja; siempre es un apunte de un aspecto parcial e imaginado del territorio, de tal modo que el mapa puede ser geográfico, político, económico, administrativo, etc, pero, en todo caso, siempre será virtual e imaginario, sólo real en cuanto dibujo en un papel, algo bien distinto de la realidad, del territorio, que siempre será algo concreto e integral, no imaginario ni parcial, que existe por sí al margen del punto de vista de quien pretenda dibujarlo en un mapa.

Por tanto, una cosa es el mapa y otra es la realidad misma. Y confundir ambas cosas es un error mayúsculo y de raíz, que acarrea consecuencias de mucha relevancia. Así es como hemos llegado a nombrar como “comarcas” o “estados” a lo que son países, territorios, haciendo un uso retorcido del lenguaje y de los conceptos, que conduce a confusión al identificar la realidad con su representación, con un dibujo mental más o menos ilusorio y más o menos interesado. Y a pesar de esa confusión, cualquier habitante de un territorio, de cualquier lugar del planeta, todavía hoy sigue sabiendo muy bien a quién y en qué circunstancias debe tratar a alguien como “paisano” o “paisana” y a quien no.

Pudiera creerse que el paisanismo es una terminología localista, que concierne al ámbito de un uso estrictamente rural, pero no es así. La pertenencia al territorio es un sentimiento natural y prepolítico, de ámbito y uso universal, como demuestra el hecho de que cuando, por ejemplo, se encuentran dos personas del Ampurdán en la cosmopolita Barcelona, ambas se reconocen como paisanas, cosa que no hacen respecto de los habitantes de esa gran urbe; pero si el encuentro se produjera en Amsterdam, entre un ampurdanés y un barcelonés, ambos no dudarán en considerarse mutuamente como paisanos. Y lo mismo nos sucedería entre valencianos y portugueses que se encontraran en Singapur, que ambos se reconocerían y tratarían como paisanos, de la península ibérica en este caso.

El país es, pues, un “paisaje” cuyos límites no son fijos ni estrictamente geográficos, que es tenido como común por quienes lo habitan, es un territorio tan físico como emocional, sentido por quienes se saben miembros de la comunidad humana que habita un mismo territorio, cuyo paisaje y condiciones de vida son consideradas como algo que les trasciende, que les es común, que les vincula física y espiritualmente, condicionando sus vidas en modo propio y diferente a los habitantes de otros territorios. Cabe pensar, pues, en un “paisanismo” identitario, primitivo y natural, preideológico y prepolítico, tan aldeano como global.

Lo que sucede es que el territorio concreto en el que vivimos a diario -no de viaje, no ocasionalmente- es donde con/vivimos realmente, donde nos vemos obligados a disponer de un orden que nos permita organizar en común nuestras vidas y relaciones, a ser posible en paz con nuestros vecinos y con los vecinos de otros territorios. Por eso que, sin olvidar las necesarias vinculaciones con quienes pueblan otros territorios, más o menos próximos o lejanos, el territorio/país que habitamos es el ámbito de la organización política básica, el natural y comunitario, el propio de la democracia si por democracia entendiéramos la forma de organizar “en común” la convivencia entre iguales y el uso de “lo común”, no otra cosa, no eso a lo que ahora llamamos democracia, tan equivocadamente como llamamos comarca al país y País al Estado. Así, no parece extraño que El País, un periódico, tenga un nombre tan equívoco, que nos refiere a un estado, al igual que otro periódico (El Español), nos refiere a esa otra ficción que es la españolidad, artificial e interesadamente construida por el estado español, aplicada a una parte de los habitantes del territorio peninsular, del país ibérico.

Lo que hoy denominamos “comarcas” serían lo más aproximado al “país” en ĺa concepción política que defiendo; creo que también es el ámbito territorial más aproximado a los  países que tendremos que ir construyendo si lo que nos proponemos es superar las estructuras de dominación que impiden la emancipación de individuos y comunidades y que, desde hace demasiado tiempo, hacen imposible el despliegue de la potencialidad humana. Será una revolución “paisana” a escala global, o no será.

Pero la paisanía, siendo condición necesaria no es suficiente. Su naturalidad no basta. El éxito del regimen de dominación también se fundamenta en la naturalidad: natural es la depredación como mecanismo de supervivencia de las especies, natural es el impulso de defender el territorio propio, el dominio sobre miembros de la propia especie y de otras, natural es el Capitalismo y el Estado al cabo. Y en esa “naturalidad” fundamentan su éxito y su perpetuación...tan natural es la noche como el día, el bien como el mal, natural es la extinción de las especies...y así hemos llegado a asimilar que sea “natural” nuestro destino como especie a extinguir. Pero no es lo mismo el ciclo cósmico -naturalmente imprevisible e incontrolable-, que provoca las extinciónes, que el ciclo infernal que provocamos nosotros mismos, tanto si propiciamos como si consentimos una extinción programada.

Hace falta otra inteligencia, creativa y rebelde, que supere esta visión natural y resignada de la existencia, no porque nos situemos por encima del orden natural, al contrario, sino porque ejerzamos como naturaleza inteligente que somos, naturaleza que quiere sobrevivir, trascender, superar la dimensión cuantitativa de la vida y alcanzar la excelencia vital. Una vida que queremos y merece ser trascendente y que, por tanto, está obligada a ser necesariamente subversiva contra toda forma de aniquilación de la libertad -autonomía, dignidad- que constituye la esencia de nuestro ser humanos. Una vida radicalmente subversiva contra la “naturalidad” del sistema de pensamiento que nos ha llevado a organizar y a ser organizados en modo gregario, simplemente cuantitativo, tratando la vida como objeto vanal e instrumental, de un sólo uso, una vida de usar y tirar.

Además de paisanía, sentimiento de pertenencia común a un territorio natural, necesitamos dar sentido a esa “comunidad”, a los bienes comunes de verdad, no a esa pantomima inventada por las clases dominantes, a ese imaginario “Bien Común” estatal, que excluye todos los bienes comunes esenciales, los frutos de la tierra y del conocimiento. Esa mentira sólo puede prosperar en inteligencias menguadas, no libres, esclavas. Sólo es propiedad del individuo el producto de su trabajo personal a partir de la materia prima que son los bienes comunes universales (la tierra y el conocimiento); todo lo demás, por mucho que se insista en su “naturalidad”, es un robo legal, sancionado y defendido por las estatales leyes de la sacrosanta Propiedad...pero un robo al cabo, que hace burla de la dignidad y la inteligencia de los individuos, que impide la comunidad y que organiza totalitariamente la existencia humana.

Y aún así, paisanía y comunidad, sólo son primeros objetivos, pasos iniciales en ese apasionante, integral y largo proceso revolucionario que tenemos por delante. Si medimos lo que aún nos falta para llegar a ello, tendremos la medida oficial del “progreso”, exacta e inversamente proporcional a la de nuestro “retraso” real.

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