miércoles, 18 de marzo de 2015

EL CÍNICO NOMBRE DEL PROGRESO




En todo caso, las consideraciones sobre el progreso están subordinadas a las del orden”(Augusto Comte,1798-1857, de su obra “Orden y Progreso”). 


 
Desde cualquier punto de vista, el adjetivo “cínico” nos refiere hoy a un modo de práctica que no se corresponde con su propia teoría y que, por tanto, se sitúa en la parte más sucedánea y oscura de la ética; en nuestro tiempo, cínico se ha consolidado también como definición de un comportamiento provocativo e irrespetuoso, incluso mordaz y sarcástico, al que no le importan los medios empleados con tal de servir a sus fines. No se corresponde este sentido actual con su original griego, el de los filósofos cuya "filosofía cínica” no tenía nada de teórica sino que, al contrario, consistía en un radical desprecio por las normas morales o sociales convencionales, al tiempo que sublimaban lo ético. Según aquellos cínicos antiguos, nada vale lo que se dice y sólo tiene valor la conducta, lo que se hace. Hicieron bien los historiadores alemanes de la filosofía que nombraran “quínicos” a los primeros cínicos, a aquellos filósofos griegos del siglo IV antes de Cristo, en concordancia con el vocablo griego oríginal y para distinguirlos de los cínicos contemporáneos. 


A pesar de lo dicho, no considero que sea algo tan simple este cinismo de ahora, como prueba su maridaje con el Orden que hoy es hegemónico; no puede ser ventilado en forma simplista, como “pensamiento único”, cuando su complejidad es, precisamente, una de sus principales estrategias para la dominación, una de sus principales y cínicas imposturas.
En su obra “Crítica de la razón cínica”, Sloterdijk lo definió como “falsa conciencia ilustrada” o como “voluntad de saber, entendido éste como poder, un saber infeliz y carente de ideales”, “un producto del fracaso práctico de la Ilustración”. En todo caso, con Storledijk me sumo al llamado ético de los cínicos antíguos, que realizaron sus vidas de acuerdo con un sentido de la vida que ellos situaban en la práctica de una vida libre, autosuficiente y en armonía con la naturaleza. 

La Academia europea, donde hasta hoy la teoría marxista ha sido predominante, se ha mantenido centrada en una concepción economicista de la historia humana. Razón de más para ignorar y despreciar al pensamiento cínico antiguo, por no considerarlo una filosofía, por carecer de un cuerpo teórico convencional o científico. Sólo a finales del pasado siglo, una parte minoritaria -incluídos algunos académicos neomarxistas-, comenzó a interesarse por esta filosofía no-teórica, sino práctica, de los cínicos antíguos. Con todo, no es su restitución académica lo que me interesa del pensamiento quínico, sino la validez actual de su radical referencia ética, su vigente apelación a una conducta ética como sentido de la vida humana que, a mi entender, conecta con la idea de revolución hoy necesaria.

Decía Aristóteles que la felicidad no consiste en el actuar acorde con el placer, sino acorde con la excelencia, entendida ésta como virtud. A diferencia de Aristóteles, los quínicos consideraban que vivir conforme a la virtud es vivir conforme a la naturaleza, idea que compartían con los estoicos; la naturaleza era considerada por ellos como referencia de perfección, rectora de la virtud y la autosuficiencia, clave de la felicidad y la libertad. Los hombres son infelices por causa de su locura”, afirmaba el quínico Diógenes Laercio, para quien la condición divina no significaba otra cosa que esa referencia de perfección, no necesitar nada, algo inalcanzable para la limitada condición humana, algo a lo que sólo puede aproximarse en la práctica de una vida sujeta a las mínimas necesidades, conforme a la virtud y la naturaleza.

Asistimos en el tiempo presente a la exitosa implantación universal de una versión pervertida del cinismo. Lo hemos visto evolucionar y sucederse a sí mismo en variables conservadoras y progresistas, en una contínua y exitosa adaptación a su finalidad exclusivamente economicista, que no es sino la acumulación capitalista asociada a la concentración del poder político, convertido éste en biopoder, en un orden totalitario impelido a determinar toda la vida humana, que no permite la existencia de ningún aspecto de la vida que no sea regido por una reglamentación o una ley ministerial, nada que pueda ser aútonomo, nada que pueda escapar al control del Orden estatal-capitalista; la educación, el ocio, el consumo, el trabajo, la sexualidad, la información, la opinión... todo es intervenido y condicionado por el poder aliado del Mercado y el Estado. Su credo y propaganda consiste en una iluminada fe en el Progreso, que surgió en la Ilustración y que es sucesora directa de la fenecida fe religiosa. Pero hoy sus consecuencias ya no pueden ser disimuladas: la naturaleza devastada y, con ella, todo sentido perfectivo de la vida individual y comunitaria. 

En sus “Apuntes contra el progreso”, recomienda Miguel Amorós pensar en “las posibilidades de dominio que inauguran los sistemas tecnológicos de vigilancia o la cultura de masas, por no hablar de la difusión del modelo educativo estatal en el que ponían sus esperanzas los primeros progresistas, creador de una forma de ignorancia funcional que el espacio virtual ha generalizado. Así se explica que los individuos, por más que la ciencia haya progresado, sean menos que nunca dueños de su destino”. Si bien, aclara enseguida que “la crítica de la idea de Progreso no es una revuelta contra la Razón ni contra la formación intelectual y el saber, y ni mucho menos contra la civilización en general; es una crítica de su degradación y eclipse”.

 
Desde el comienzo de la modernidad industrial hasta la constitución de su actual orden biopolítico, totalitario, hemos visto sucederse a éste en variadas modalidades estatales -monárquicas, republicanas o dictatoriales- y hemos asistido a la continuada escenificación de un ficticio antagonismo conservador-progresista, que hoy alarga su temporada con una renovada cartelera: neoliberal contra socialdemócrata y “casta-conservadora contra ciudadanismo-progresista” en su versión más reciente y actualizada...todo pura ficción antagonista, puro cinismo contemporáneo de falsos enemigos unidos en la competencia por idénticos fines, por el reparto del poder que es necesario para vivir en modo parasitario del trabajo ajeno, para saquear la naturaleza en nombre del progreso, unidos en la competencia por ese poder que permite el adoctrinamiento de las masas, eso sí, siempre en nombre de la educación, de la democracia y, por fin, en nombre del sacrosanto Progreso. Los cínicos antagonistas conocen muy bien dónde germina, dónde se concentra y cómo se reproduce ese poder por todas partes, como una metástasis imparable que proclama y glorifica el triunfo de la cínica filosofía postmoderna, ese dulce narcótico al que cínicamente seguimos llamando “Progreso”.









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