jueves, 8 de mayo de 2014

HOY LA REVOLUCIÓN ES IMPOSIBLE, HAY QUE PREPARARLA


 
Imagen de portada del fanzine "El Burro. Materialismo y cultura", nº 1


Hace unas semanas corría por la red un artículo que intentaba dar respuesta a la pregunta “¿porqué no estalla una revolución?”, con una explicación que a mí me parece simplista, porque teniendo un  fundamento razonable, es sólo  una mínima parte de la verdad. Se venía a decir que la causa es un exceso de información, una infoxicación que  provoca confusión y desorientación en los individuos y que con tal cantidad de estímulos, nuestro cerebro sólo es capaz de elaborar una comprensión superficial de las cosas y sucesos que nos llegan y que, por tanto, estamos imposibilitados para hacer una reflexión en profundidad acerca de la información que soportamos continuamente; todo ello da pie a que  ésta nos llegue con la opinión ya incorporada, “empaquetada” en cada noticia, para evitar el esfuerzo de reflexión que tendría que hacer cada individuo para construirse su propia opinión acerca de lo que sucede. Los medios de comunicación  tienen así una misión trascendental para la estabilidad del sistema al que sirven, que es la creación de opinión,  la elaboración  de lo que erróneamente denominamos “opinión pública”.


Pero ésto es sólo parte de un asunto que es mucho más grande y complejo, que en la actual fase del sistema de dominación afecta a todas las facetas de la vida humana. La mayoría de las personas creen vivir al margen de la política, esa actividad profesional tan socialmente despreciada en la actualidad. Y, sin embargo, toda la vida actual, hasta la más vacua o la más ajena a la despreciada clase política, está impregnada de política hasta la coronilla. Lo que comemos, lo que nos enseñan en nuestra familia, en la escuela y en la universidad, nuestras aficiones de tiempo libre, el trabajo que hacemos, el desempleo, la jubilación, nuestras relaciones sexuales, nuestras conversaciones, todo, está mediatizado y determinado por la política vigente, la única posible, que se confunde con la normalidad de la vida.  Otra cosa es que seamos conscientes de ello. Sorprende la ingenuidad y ligereza con la que la mayoría de la gente dice de sí misma que es “apolítica”, cuando todo su comportamiento, toda su vida,  es reflejo de la ideología política inculcada desde el poder estatal-capitalista a través de sus múltiples instituciones y mecanismos de control.

Se dice que la característica más determinante de la postmodernidad en la que vivimos es el “agotamiento de lo posible”; y algo  de ello hay cuando hemos llegado a un punto que se anuncia como el fin de la política, un punto en que no existe nada más allá del impuesto consenso universal en torno a los límites ya alcanzados por la democracia representativa, sistema al que yo prefiero llamar “representación de la democracia". Todo el mundo sabe qué es la democracia, sabe que consiste en tener la libertad y el poder de decidir por uno mismo en todo  lo que concierne a nuestra vida, pero parecemos admitir con normalidad el discurso oficial, que hemos llegado al máximo grado de perfección con esta representación, teatralización, de la democracia, que suplanta al original, enviando éste al baúl de las utopías, o peor, al vertedero de lo imposible. Así, interpretada como “procedimiento”, reducida a su valor funcional en la estabilidad del sistema, a la democracia le es negada su naturaleza ética, su consideración de fin en sí misma.

Cuando se habla de la disolución de los estados nacionales en el  conglomerado europeo, cuando la globalización se pone como argumento para justificar esta disolución a escala universal, es precisamente  el momento en que, como estructura de poder, el Estado ha logrado su máxima perfección al lograr la concentración del mismo y controlar todas las facetas de la vida humana, hasta resultar una única estructura. Podríamos   interpretar ésto como síntoma inequívoco de la desaparición del antagonismo entre  clases sociales, que caracterizó a la fase anterior de acumulación capitalista y a los estados nacionales, cuando el poder económico y el político todavía parecían tener identidades separadas.

El  argumento marxista del antagonismo de clases,  como motor de la historia y para la transformación de la sociedad, ha quedado al descubierto en el mundo postmoderno, el mundo   que esa misma estrategia ha contribuido  a construir en forma decisiva. Ha quedado demostrado que el capital no es productivo por sí, que es impensable como factor de progreso, que necesita del antagonismo de clases, tanto para avanzar como para afianzar su estabilidad tras las crisis periódicas que preceden a sus ciclos de acumulación. Y, para esa tarea, el estado es la herramienta idónea, la que acomoda las leyes y que, a tal finalidad, determina la vida de las gentes.

En este contexto ideológico, las crisis económicas  no son consideradas una catástrofe, aunque así las perciban quienes las sufren, sino un momento en el proceso de valorización del capital. La estrategia marxista de lucha de clases ha cumplido la función impagable de servir de co-motor del desarrollo estatal-capitalista. Y las crisis de identidad nacionalista no pueden ser consideradas seriamente, sino como pugnas internas para la recolocación de las élites en el nuevo escenario del capitalismo global que, como esas élites saben muy bien, apunta al  próximo objetivo de un estado-sistema, un difuso y totalitario estado global.

Dejando discrepancias ético-filosóficas al margen,  podríamos asumir como finalidad común con el marxismo el de la emancipación humana; yo no dudo que ésta no fuera el objetivo de gran parte de los políticos y sindicalistas de la izquierda marxista que han dedicado su vida a ese ideal, ni dudo la valiosa utilidad del marxismo en el anális de la economía capitalista, pero la evidencia de la praxis, el resultado histórico, es el que vemos: este agotamiento de lo posible al que nos ha conducido una estrategia emancipadora errónea. Que ha utilizado el antagonismo de clases para reforzar las condiciones de dominación preexistentes, para reforzar al Capital y al Estado. Por eso, tanto en su teoría como en su praxis, el marxismo, lejos de ser solución, es ya parte del problema, parte sustancial del sistema de dominación.

Falta por responder la pregunta que dio origen a esta reflexión, ¿porqué hoy no estalla una revolución, cuando la crisis del sistema se manifiesta en toda su grosería y brutalidad, cuando parece que nunca, como ahora, una revolución estuvo tan justificada ? Algunas de las razones de su imposibilidad acabo de mencionarlas, pero el análisis da para mucho más y soy consciente de que desborda mi capacidad; me cuesta analizarlo, pero más me cuesta explicarlo, ¿cómo hacerlo a quien está convencido de que vivimos en democracia y confunde consumismo con emancipación?, ¿cómo explicarlo a quien espera todo del Estado, a quien encuentra el sentido de la vida en su capacidad adquisitiva, a quienes confunden la dimensión espiritual con la religiosa?

La prueba de que no vivimos en democracia y de que estamos muy lejos de hacerlo, es que el capitalismo y el estado son hoy más fuertes que nunca. Hoy no puede estallar una revolución porque no existe el sujeto que podría hacerla estallar. El sujeto que pudo serlo en la sociedad-campesina medieval, fue anulado por sus pactos con la aristocracia feudal o las monarquías que fundaron los estados modernos; el sujeto que pudo serlo en la sociedad-fábrica de la modernidad industrial -la clase obrera- fue anulado por su fallida estrategia de lucha de clases, consolidadora del Estado como “protector” social y del Capital como agente exclusivo del desarrollo tecnológico-productivo.

Ahora que estamos en el tránsito de la sociedad-fábrica a la sociedad-metrópolis, ya desaparecidos el campesinado y el obrero industrial como clases, lo que queda es un sujeto amorfo, un individuo-masa  aislado y solitario en la totalitaria complejidad del mundo postmoderno, perfectamente controlable, al que no le es permitida la autoexclusión como autonomía;  incluso cualquier opción de marginalidad es  transformada en funcional al sistema de dominación. Tal es el poder de integración de la nueva sociedad-metrópolis, la artimaña aprendida por sus élites en dos fallidos siglos  de lucha de clases, que han servido para posponer el proyecto de emancipación a un futuro largo e incierto.

¿Cómo va a estallar una revolución en estas condiciones?...si al menos hubiéramos aprendido las lecciones del pasado, ahora estaríamos dedicados a preparar el proyecto emancipador con más conocimiento de causa y mejor estrategia. Las utopías  liberadoras de entonces, campesinas y obreras, nos pueden servir sólo de referencia en el largo camino de la civilización,  sus experiencias históricas aún pueden inspirarnos, pero lo que ahora toca es preparar el futuro en el presente, construir el proyecto de emancipación al tiempo que destruimos la planificada eternidad de la postmodernidad metropolitana, este insoportable presente.

Más o menos alienadas, sólo hay dos clases, dominantes y dominados, no hay más materia prima, por sofisticado que sea su actual camuflaje. Si bien, vamos sabiendo algunas cosas de ese proyecto que recién iniciamos: que no será una vuelta atrás, que necesita un sujeto ahora inexistente y que su finalidad es vivir en comunidades reales, no  en las ficticias representaciones que siguen construyendo el presente...Ah, y que, de suceder, la revolución no será un estallido momentáneo, sino un proceso sin estación final.

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