miércoles, 19 de febrero de 2014

¿QUÉ AUTODETERMINACIÓN, QUÉ INSURRECCIÓN?



“Nada de lo que se presenta está, ni de lejos, a la altura de la situación. Incluso en su silencio, la propia poblacion parece infinitamente más adulta que todos los títeres que se pelean por gobernarla”. (De “La insurrección que viene”. Comite Invisible- La fabrique editions. Paris. Marzo 2007)


Cuando hablamos con pasión de la tierra en la que vivimos,  a veces nos ocurre que tenemos que soportar la descalificación de tal sentimiento, tildado  como nacionalismo de aldea, una especie de burla hacia este vínculo de pertenencia e identidad que para algunos de nosotros - muy pocos, es verdad-, tiene una entidad política, además de emocional.  Pero la expresión “nacionalismo de aldea” es errónea a todas luces, porque siendo la nación una invención del Estado, cuando decimos “nacionalismo” estamos hablando de una ideología que hace referencia a una comunidad ficticia,  a la nación, mientras que la aldea es, no, mejor, fue durante siglos una comunidad real, de vecinos reales que convivían realmente, compartiendo cosas reales: un territorio, unos recursos naturales, un conocimiento y unas costumbres, una cultura común surgida de una experiencia histórica común, originada en la común relación con el territorio y en la producción de bienes comunes, en convivencia y en proximidad.

No dudo que quienes vivimos en la Montaña Palentina tengamos algunas cosas en común con gente que vive en la Alpujarra granadina, por poner un ejemplo. Pero sólo unas pocas más que las que podemos tener en común con otra gente que viva en Manhattan, por poner otro ejemplo…quizá el uso de un mismo idioma para comunicarnos, quizá algunos principios éticos y morales que, por otra parte, suelen ser universales, pero poco más. Pero, sobre todo, lo que sí tenemos en común con todos ellos, es que todos nosotros vivimos bajo la imposición de un Estado que determina nuestras vidas, tanto en la Montaña Palentina como en la Alpujarra granadina o en Manhattan.


La acción del Estado no sólo viene despoblando nuestros territorios rurales desde la revolución industrial, sino que, aún más grave, ha aniquilado sistemáticamente todo sentimiento y toda práctica de comunidad. Ambas cosas conducen inevitablemente al aislamiento individualista y al desarraigo de individuos y poblaciones.
El desarraigo de la aldea, de lo local, es la estrategia del Estado para aniquilar todo sentido de pertenencia a una comunidad y crear una artificial pertenencia a la nación, más abstracta y manipulable, más a su medida, una pertenencia alimentada por emociones tan sustanciosas como las que provocan los vaivenes de la “marca España” o los avatares de la selección nacional de fútbol; sobre estas emociones “nacionales” se construye una especie de cohesión social apropiada a la sociedad creada por el Estado, una falsa comunidad nacional que dilucida el interés colectivo (un supuesto y abstracto “bien común”) en el Parlamento, en esa representación-ficción de la democracia y la soberanía popular.

Sin arraigo en la comunidad real -necesariamente convivencial y local-, el individuo queda desorientado y a la intemperie, abandonado a su suerte individual en un incomprensible mundo nacional y global, en el que sólo el Estado se ofrece para curar su nostalgia de la aldea,  de la comunidad perdida. Jhon Berger (1), desde el marxismo, interpretó este desarraigo como prueba definitiva de la aniquilación de la clase campesina; pensó que el paso a la agricultura industrial había convertido en “sobrante” a esa clase campesina, condenándola a la emigración y al desarraigo. Esta visión, consecuente con su ideología, es a todas luces parcial e insuficiente, ya que no incluye la completa dimensión de un problema universal que alcanza más allá de la división en clases sociales, campesinos o proletarios, más allá de razas y género, porque incluye a todos los seres humanos que son dominados por otros mediante el Estado y todas sus estructuras. La forma de vida de los seres dominados es contraria a toda comunidad real,  es la metrópolis anónima y masificada, donde sólo las comunidades virtuales son posibles, donde el territorio es un no lugar, donde el sentido de pertenencia se reduce a la capacidad de poseer y consumir.

La metrópolis es, pues, la antítesis de la comunidad local, es el territorio del nacionalismo postmoderno, asociado en bloques geopolíticos al servicio del capitalismo global. En la metrópolis postmoderna la familia nuclear que fuera fundada a partir del patriarcado y la moral religiosa, la que tan útil resultó al Estado para el control  de la sociedad en los pasados tiempos de la modernidad industrial, dejó de ser el último vestigio de pertenencia que tenían los individuos. Aniquilados esos vínculos de pertenencia más básicos, a la familia y a la comunidad local, el resultado es un ciudadano perfecto, un individuo-masa aislado, desarraigado y sumiso, adicto al consumo y a las diversiones tecnológicas con las que intenta dar sentido a una vida que ya no le pertenece, una vida carente de cualquier vínculo social distinto a los que el Estado ha diseñado para él.

La sabia, pero insuficiente, visión marxista de Jhon Berger, es amplificada por la sentencia contenida en este manifiesto parisino y libertario, que comparto plenamente:
“La verdad es que hemos sido masivamente arrancados de cualquier pertenencia, que no somos sino parte de nada, y que a resultas de ésto, tenemos a la vez que una inédita disposicion para el turismo, un innegable sufrimiento. Nuestra historia es la de las colonizaciones, las migraciones, las guerras, los exilios, la destrucción de todos los arraigos. Es la historia de todo lo que ha hecho de nosotros extranjeros en este mundo, invitados en nuestra propia familia. Hemos sido expropiados de nuestra propia lengua por la educación, de nuestras canciones por las variedades, de nuestra carne por la pornografia masiva, de nuestra ciudad por la policía, de nuestros amigos por el salario” (2)

Hace unos años, yo pensaba que el sentimiento nacionalista, del que tanto provecho supo sacar siempre la burguesía,  debería  haber sido disputado por la izquierda; creía entonces que  manejado por la izquierda podría convertirse en decisiva palanca para la revolución. Hoy sé que era un pensamiento erróneo, carente de la suficiente reflexión, que ignoraba muchos datos sobre la verdadera e histórica naturaleza del Estado. En un reciente artículo, afirmaba Karlos Luckas (3):

“El nacionalismo como ideología y como política integrada en las doctrinas liberales o marxistas no podrá resolver jamás la cuestión de la liberación de los pueblos oprimidos, tanto centrales como periféricos. Es lo mismo que esperarlo del Estado. Y ésto es así porque existe un nexo común entre el nacionalismo y el Estado moderno, una cosustancialidad que se deriva de una necesidad histórica mutua. El nacionalismo necesita de un Estado para realizarse, y el Estado necesita la ideología nacionalista para encontrar fundamento identitario a su existencia concreta. El nacionalismo es la religión del Estado”.

Este debate sobre el nacionalismo, falsificado por su denominación como “derecho de autodeterminación de los pueblos”, constituye el eje del discurso político que se nos viene encima, manoseando el verdadero fondo de la cuestión, que queda así oculto y escamoteado: la liberación de los pueblos oprimidos.

Obsérvese al respecto, la coincidencia liberal-marxista en interpretar las revueltas islámicas como revoluciones democráticas y de liberación nacional; ello avala nuestro juicio al respecto: son revueltas provocadas por las élites de las burguesías árabes,  que recurren a la religión –como sucedió en España y en Europa en tiempos recientes- para construir artificialmente las nuevas identidades nacionales necesarias a esos estados árabes para su homologación como “democracias” parlamentarias y para su adaptación a la nueva economía global capitalista, que no busca, precisamente, la liberación de los pueblos árabes, sino reforzar el sistema estatal y global de acumulación capitalista.

Obsérvese, más cerca, en el País Vasco y en Cataluña, cómo asistimos a la aceleración progresiva del debate sobre la autodeterminación de los pueblos en los mismos falsos términos, alimentados por sus respectivas  burguesías liberal-marxistas, en un esquema de alianzas que resulta tan repetido como clarificador (PNV-BILDU en el País Vasco, CIU-ERC en Cataluña). La esencia de este debate-embrollo no es la liberación y autodeterminación de los pueblos vasco y catalán, sino la irresuelta rivalidad del nacionalismo españolista con los nacionalismos de las burguesías vasca y catalana. Por el control del Estado, por el reparto del poder.  

Tal es el embrollo, que lo que está a punto de suceder allí no puede ser otra cosa que o bien un acuerdo de reparto entre nacionalistas periféricos y españolistas, o una insurrección nacionalista y popular. La primera alternativa es mala y al tiempo la más probable.  Y un proceso insurreccional es demasiado incierto en las condiciones históricas en las que se plantea, porque contiene la doble forma de su victoria y su derrota: la victoria de la autodeterminación frente al estado español y la derrota que sigue a esa  victoria, la que conduciría a los pueblos vasco y catalán a reforzar el instrumento de dominación que es todo Estado, por muy independiente, vasco o catalán, que éste sea.

Para una insurrección, la cuestión es llegar a hacerse irreversible. La irreversibilidad se alcanza cuando se ha vencido la necesidad de autoridad al mismo tiempo que a las autoridades,  cuando se ha vencido al placer de poseer al mismo tiempo que a la propiedad, cuando se ha vencido al deseo de hegemonía al mismo tiempo que a toda hegemonía. Esto sucede porque el proceso insurreccional contiene en sí la forma de su victoria como la de su derrota. (4)

La libre determinación de los pueblos es hoy un  sueño irrealizable, por muy necesario que sea, si no surge de una insurrección irreversible, es decir, contra todo sistema de dominación, si no forma parte del programa estratégico de la revolución integral junto con la totalidad de transformaciones revolucionarias necesarias, en lo social, político, económico, cultural y ecológico. En dicho programa, la unión estratégica de los pueblos sometidos por el mismo Estado será determinante. Hago mías las palabras de Karlos Luckas: “el  llamamiento que hay que hacer a los verdaderos defensores de la liberación de los pueblos oprimidos por los Estados-nación imperialistas es prestar atención al establecimiento de una auténtica estrategia de liberación de sus pueblos, en el marco de una revolución integral (como camino más difícil, por supuesto, pero el único verdadero), antes que a los cantos de sirena, tan pragmáticos como irreales, sobre “conquistas” de Estados…Es esencial, es más, es un deber ineludible, ser un auténtico patriota del país propio y defender como nadie la libertad de cada pueblo, la identidad y la cultura, sin matices ni inventos románticos, pero esa defensa de la libertad e identidad popular son sólo palabras vacías si no se da, conjuntamente, en el contexto de una lucha revolucionaria por la destrucción del Estado, y no por su conquista” (5)

Podemos esperar a que sucedan los acontecimientos, a ver confirmadas nuestras fundadas predicciones, a que los anunciados desastres se produzcan, en los países árabes, en Venezuela, en Cataluña o en el País Vasco…  pero no podemos, no debemos esperar. No, porque el desastre ya está sucediendo, es lo que vemos acontecer delante de nuestras narices, todos los días.

No esperar más es, de una u otra manera, entrar en la lógica insurreccional.
Es escuchar de nuevo, en la voz de nuestros gobernantes, el ligero temblor del terror que nunca les abandona. Pues gobernar nunca fue otra cosa que aplazar con mil subterfugios el momento en el que el pueblo acabe con los gobernantes,  y todo acto de gobierno no es más que un modo de no perder el control de la población.
Partimos de un punto de aislamiento extremo, de extrema impotencia. Todo está construyendo un proceso insurreccional. Nada parece menos probable que una insurrección, pero nada es más necesario.(6)


Referencias:

(1) “Puerca tierra”, junto con  Una vez en Europa” y “Lila y Flag” completan  la trilogía de Jhon Berger titulada “De sus fatigas”, un completo y complejo análisis del mundo rural europeo. Leer artículo de Gustavo Martín Garzo sobre “Puerca tierra”.
(2) (4) (6) Leer el manifiesto “Lainsurreccion que viene”



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