jueves, 5 de septiembre de 2013

EL LABERINTO COMO METÁFORA DE LA POSTMODERNIDAD



El capitalismo ha hecho su revolución en este tiempo  que denominamos postmodernidad. Ya no es sólo un sistema de dominación, como sucedía en la modernidad, sino que ha evolucionado hasta convertirse en un sistema social y universal, único y totalitario. La pertenencia a una clase social era la referencia obvia que organizaba y clasificaba a las gentes en otros tiempos, pero en la postmodernidad esa referencia ha sido difuminada, camuflada por el espejismo de las clases medias, felices habitantes clientelares del Estado de Bienestar, cuya posición es presentada como accesible a la mayoría de las gentes, a cambio de esforzarse, de adaptarse a los principios dominantes y, en último caso, a base de confiar en la deriva de la existencia, en el azar.
Su forma política actual sigue siendo la del Estado, que en la modernidad industrial admitía variables (conservadoras, progresistas, monarquías, repúblicas, dictaduras, democracias populares…), pero que hoy sigue un modelo global, aunque conserve peculiaridades locales que no alteran su modelo básico y universal, asentado sobre sus viejos cimientos: el patriarcado, la propiedad privada, el trabajo asalariado y la oligocracia como forma de gobierno en alguna de sus variantes, más o menos representativas.
Su mejor representación simbólica es la del laberinto,  un inmenso entramado de pasillos y paredes –leyes, medios coercitivos y de adoctrinamiento (fuerzas armadas, policía, familia patriarcal, escuela, universidad, empresas, servicios de salud, pensiones, partidos y sindicatos, publicidad, medios de comunicación y entretenimiento, etc)-  cuyo recorrido nos sitúa en un permanente picoteo a la deriva,  al tiempo que nos son presentados como atractivos sucedáneos de libertad, en un adentro sin afuera, en un inmenso descampado donde todas las libertades encuentran pasillo propio, excepto el que pudiera llevarnos a la salida del laberinto. Para la inmensa mayoría de sus habitantes,  ese lugar es invisible como tal laberinto y, por tanto, para ellos es muy difícil concebir la posibilidad de salir de allí  porque no pueden imaginar otra vida diferente.

Uno de los grandes logros de la “revolución” capitalista es el secuestro del lenguaje; por ejemplo, el propio concepto de revolución, tan profusa y hábilmente integrado en la propaganda política y  publicitaria, o el concepto de democracia, integrado al sistema de dominación en variados sucedáneos  de naturaleza oligárquica (como democracia orgánica, popular, participativa…etc),  formas distintas y siempre alejadas de la forma genuina de la democracia, la directa. Por eso, la revolución será integral o no será, porque no sería compatible con ninguno de los sucedáneos ensayados hasta ahora, ni con ninguno de los otros fundamentos del sistema de dominación: el patriarcado, la apropiación privada de los bienes comunales, el trabajo asalariado y el Estado, ese artilugio estructural que los integra y articula. La conservación de cualquiera de esos mecanismos del sistema permitiría fácilmente su reproducción.
Lo individual y lo comunal son las dos dimensiones en las que, necesariamente, la revolución integral ha de producirse; porque sin individuos de calidad no hay comunidad convivencial ni democrática posible, y sin comunidad el individuo está fragmentado y aislado, plenamente sometido al poder dominante. El sistema de Poder en el que vivimos actualmente ha de ser pensado como un laberinto enmarañado y sumamente complejo, en el que tanto los individuos como las comunidades han sido anulados por formas difusas de ejercer el  poder, que difuminan su naturaleza totalitaria y que han alcanzado su máxima perfección en el arte del camuflaje, logrando la servidumbre voluntaria de sus víctimas; unas víctimas que se mueven “libremente” en el caos de la postmodernidad, en ese inmenso laberinto cerrado que cuenta con el señuelo irresistible de una aparente infinidad de opciones,  a condición de que éstas tengan lugar  siempre en el interior del laberinto,  siempre como derivas, individuales o colectivas, carentes de meta.
En su “Arte de amar”, Erich From  acertaba a describir así esa paradójica y dramática situación del ser humano contemporáneo:
“El capitalismo  necesita hombres que se sientan libres e independientes, no sometidos a ninguna autoridad, principio o conciencia moral -dispuestos, empero, a que los manejen, a hacer lo que se espera de ellos, a encajar sin dificultades en la maquinaria social-; a los que se pueda guiar sin recurrir a la fuerza, conducir sin líderes, impulsar sin finalidad alguna -excepto la de cumplir, apresurarse, funcionar, seguir adelante-. ¿Cuál es el resultado? El hombre contemporáneo está enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza. Se ha transformado en una mercancía, experimenta sus fuerzas vitales como una inversión que debe producirle el máximo posible de beneficios en las condiciones imperantes en el mercado. Las relaciones humanas son esencialmente las de autómatas enajenados, en las que cada uno basa su seguridad en mantenerse cerca del rebaño y en no diferir en el pensamiento, el sentimiento o la acción. Al mismo tiempo que todos tratan de estar tan cerca de los demás como sea posible, todos permanecen tremendamente solos, invadidos por el profundo sentimiento de inseguridad, de angustia y de culpa que surge siempre que es imposible superar el aislamiento. Nuestra civilización ofrece muchos paliativos que ayudan a la gente a ignorar conscientemente esa soledad: en primer término, la estricta rutina del trabajo burocratizado y mecánico, que ayuda a la gente a no tomar conciencia de sus deseos humanos más fundamentales, del anhelo de trascendencia y unidad. En la medida en que la sola rutina no basta para lograr ese fin, el hombre se sobrepone a su desesperación inconsciente por medio de la rutina de la diversión, la consumición pasiva de sonidos y visiones que ofrece la industria del entretenimiento; y, además, por medio de la satisfacción de comprar siempre cosas nuevas y cambiarlas inmediatamente por otras. El hombre moderno está actualmente muy cerca de la imagen que Huxley describe en Un mundo feliz”.
El laberinto es, sin duda, la metáfora perfecta de la postmodernidad y como tal lo describía Jesús Ibáñez en “Tiempo de postmodernidad” (Ediciones Libertarias, Madrid, 1986):  
“Einstein calculó la probabilidad de que un móvil que camina brownianamente (sin camino) llegue a una meta: no hay libertad en la deriva. Además de caminos hay paredes en la modernidad, las paredes –los límites más allá de los cuales no podíamos pasar- eran visibles, y estábamos encerrados dentro; la postmodernidad ha diseñado encierros más complejos. Como el laberinto –un adentro sin afuera- en el que en todo punto-momento hay una micro-salida practicable pero nadie da con la macro-salida. El encierro moderno del campo de concentración –alambradas visibles- da paso al encierro postmoderno en la red de centros comerciales, autopistas y urbanizaciones residenciales, que tienen la tipología de un laberinto y, sean cualesquiera la dirección o el sentido que tomemos, nunca saldremos de la red (…) Si sabemos a dónde van los móviles browianos y sabemos que, en todo caso, no irán a ningún lado - pues no pueden ni entrar ni salir- (entonces) les podemos dejar la libertad que quieran”.

Por otra parte, TakisFotopoulos  nos hace reflexionar acerca de los errores históricos cometidos en la lucha contra la dominación, en un libro que resulta imprescindible para comprender el laberíntico mundo en que vivimos  (“Crisis multidimensional y democracia inclusiva. 2005”) : 
“Todas las estrategias antisistémicas en el pasado se basaban en el supuesto de que el sujeto revolucionario se identifica con el proletariado, aunque en el último siglo diversas variaciones de este planteamiento proponían incluir en el sujeto revolucionario a campesinos y estudiantes. Sin embargo, los cambios sistémicos que caracterizaron el paso de la modernidad estatista a la modernidad neoliberal (no menos estatista, ésto lo digo yo) y los cambios en la estructura de clase relacionados con éste, así como la paralela crisis ideológica, significaron el fin de las divisiones de clase tradicionales, […] –aunque no el fin de las divisiones de clase como tal –como sugieren los social-liberales.  Aún así, parte de la izquierda radical, a pesar de los evidentes cambios sistémicos, insiste en reproducir el mito de la clase obrera revolucionaria, normalmente redefiniéndola de formas a veces tautológicas. Al mismo tiempo, autores de la izquierda libertaria, como Boochin y Castoriadis, se pasaron a una posición según la cual, en la definición del sujeto emancipador, tenemos que abandonar cualquier criterio objetivo y suponer que el conjunto de la población (el pueblo) está receptivo –o cerrado- a una perspectiva revolucionaria. Finalmente, los postmodernistas reemplazan las divisiones de clase por diferencias identitarias y sustituyen el  sistema político por la fragmentación y la diferencia. Esto ha conducido inevitablemente a una situación en la que se niega la unidad sistémica del capitalismo, o su propia existencia como sistema social, y en vez de las aspiraciones universalistas del socialismo y las políticas integradoras de la lucha contra la explotación de clase, tenemos una pluralidad de luchas particulares, esencialmente desconectadas, que terminan con una sumisión al capitalismo”.
T. Fotopoulos se refiere, claro está, a toda la profusión de luchas fragmentarias que dividen y debilitan a los movimientos sociales en la postmodernidad (antiglobalización, feminismos, ecologismos, primavera árabe, occupy wall street, 15 M y otros ciudadanismos). Alude a esa deriva existencial y estratégica del sujeto actual, rebelde aislado entre la masa, desorientado en medio de un laberinto invisible para él, cuya rebeldía se agota en “un estilo de vida” al que se aferra para constituir su islote de mínima significación y posicionamiento social, pero que acaba siendo integrado por el sistema una y otra vez, contribuyendo a fortalecer al Estado y, por tanto, a la perpetuación del sistema de dominación-sumisión.
El laberinto no tiene otra salida que la revolución integral, en sus dos e inseparables dimensiones, la individual y la comunitaria. Hemos empezado a hablar de una estrategia revolucionaria radicalmente nueva, preparada para enfrentarse a los radicales cambios operados en la estrategia del sistema de Poder al que nos enfrentamos en la postmodernidad neoliberal. Pienso que no hay un orden que seguir, que para hacer la revolución no podemos esperar a que todos los individuos sean “buenos”, como tampoco hay que hacer la revolución y esperar  después  a que todos los individuos se vuelvan "buenos" por su causa. De producirse en las próximas décadas (ahora sólo es posible su preparación) ésta será una revolución tan positiva y universal como para proponer como meta la reconstrucción de las cualidades del ser humano en su doble naturaleza espiritual y material,  la autoconstrucción de un sujeto apto para una sociedad convivencial y reintegrada en la Naturaleza. Y habrá de ser una revolución tan combativa que no podrá detenerse hasta arrasar todas las estructuras que reproducen el Estado de sumisión en que vivimos…ambas metas, simultáneamente y sin orden de preferencia: esa es la salida del laberinto.

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