sábado, 3 de diciembre de 2011

DEMOCRACIA LOCAL Y ECONOMÍA DEL PROCOMÚN




Anticipaba en un post anterior que la estrategia de la nueva ruralidad pasa necesariamente por un doble objetivo de cirugía reconstructiva: el empoderamiento individual  de los ciudadanos y el empoderamiento de las comunidades locales. Para comprender la necesidad de una estrategia tan radical es necesario visualizar bien  la radicalidad de la realidad  que padecemos. Hemos llegado a una miseria individual y colectiva que los seres humanos no nos merecemos; en algún momento de nuestra evolución debió producirse el pecado original que nos ha traído hasta aquí, a un mundo de individuos fragmentados y débiles, cuyas vidas dependen de otros individuos a los que venden su fuerza de trabajo y su inteligencia productiva para poder subsistir, que han aceptado con sumisión la desposesión sistemática de los recursos  naturales  y comunitarios, que han entregado su soberanía de individuos libres a una casta financiera-política que decide por ellos, que han permitido que haya florecido un sistema económico mortalmente tóxico y caótico, en el que una ficción de conveniencia, el  dinero, se ha convertido en producto principal  y donde el crédito es la industria preferente, la que monopoliza  toda la actividad económica, por delante de los alimentos y de las cosas reales, las necesarias para la vida humana, haciendo que ésta sea inestable y precaria. Y todo ello en un momento de nuestra evolución en el que hemos logrado un desarrollo tecnológico que podría favorecer, como nunca, la erradicación definitiva de la pobreza y la desigualdad, en vez de estar dedicado a la producción de infinitas chorradas innovadoras y superfluas con las que abarrotamos  las estanterías de los supermercados, al tiempo que agotamos los recursos naturales necesarios para la supervivencia de la vida humana.

¡Por supuesto que la realidad nos sitúa obligatoriamente en un escenario de lucha de clases!, pero  para ser certeros en el juicio, debemos remontarnos a un pecado original  que lo es  del conjunto de la humanidad, y que  la actual formulación de dicho pecado -eso que llamamos el capitalismo neoliberal-, no es sino un error mayúsculo en la evolución de la especie humana, cuyo antecedente es muy anterior a la revolución industrial. Ese pecado original  se inició  el día que permitimos que alguien se apropiara de un trozo de nuestro planeta común en su exclusivo beneficio, cuando dejamos de producir nuestros  propios alimentos y viviendas y nos convertimos en esclavos de quien se apropió la Tierra, cuando nos pusimos a trabajar para él  a cambio de un salario con el que a su vez le compramos  el alimento  y la vivienda que todos nosotros producimos para él.
La solución no puede ser sino la antítesis de esa bárbara realidad global. No soy tan pretencioso como para pensar que soy capaz de  diseñar dicha solución, que necesariamente habrá de ser una tarea colectiva y de escala universal. No fue un extremista antiglobalización quien dijo que “a falta de un gobierno que nos proteja contra la economía de las multinacionales, el pueblo se encuentra, como muchas otras veces antes, en peligro de perder su seguridad económica y su libertad, ambas a la vez. Pero al mismo tiempo los medios para defenderse siguen existiendo en la forma de un venerable principio: los poderes no ejercidos por el gobierno deben volver a pueblo. Si el gobierno no se propone defender las formas de vida y libertades de su propio pueblo, entonces el pueblo debe pensar en protegerse por sí mismo”. Esto lo ha dicho Wendell Berry, un conservador norteamericano, que sobre la actual economía total piensa que “supone la absorción desenfrenada de beneficios obtenidos gracias a la desintegración de naciones, comunidades, hogares, campos y ecosistemas…”

En esa antítesis de la barbarie, se sitúa mi propuesta de “democracia local y economía del procomún”, asentada en mi caso sobre una poderosa intuición acerca de la utilidad del sentido común y de “lo común”, aunque bien fundamentada por un buen número de pensadores y activistas anarquistas a los que la deriva histórica orilló, arrollados por la dialéctica de los bloques este-oeste, y  luego por la fuerza bárbara del pensamiento único y capitalista.   
Una democracia local  para reconstruir al individuo libre, autónomo y soberano, que no delega en nadie la responsabilidad  sobre su propia vida y en el autogobierno de la comunidad en la que habita. Una economía del procomún en la que ese mismo individuo asume la responsabilidad de producir los medios necesarios para su subsistencia personal y los de su comunidad; una economía del procomún para reconstruir la administración  comunal de los recursos  naturales y productivos, aboliendo la apropiación  privada y delictiva de los mismos. El individuo libre que sueñan los auténticos liberales y la sociedad igualitaria que sueñan los auténticos socialistas o comunistas. Eso es, creo yo, el anarquismo renovado, perfectamente pacífico y radical,  que palpita hoy, aún sin conciencia de sí mismo, en las asambleas populares que se reúnen desde el quince de mayo en las plazas de muchas ciudades, barrios y pueblos de España y del mundo.

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