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lunes, 11 de diciembre de 2023

¡ALUD, ALUD!

 

 

Candanchú. ¡Dios mío, qué invierno! Eran las cinco de la madrugada y toda la compañía estaba alborotada. Era un día muy frío de Marzo. Las botas, el anorak, la comida, el colchón, las cuerdas, los esquís, el fusil...¡treinta y tantos kilos!

Era el invierno de 1970 o de 1971, no estoy seguro, téngase en cuenta que escribo ésto a partir de un texto escrito pocos meses después del suceso narrado y que fue publicado en una modestísima revista de montaña (“Cordada”), que de milagro se ha conservado en una de mis viejas carpetas. Estaba impresa a “ciclostil” con una impresora "vietnamita" hace, pues, no menos de cincuenta años. Demasiados para mi mala memoria. Pero sí que recuerdo muy bien que a mayores de mochila, esquís y fusil, llevábamos piolet y que a mí me tocó cargar además con el equipo de radio, que era un armatoste, como una maleta metálica bastante pesada. Eso sí que no se me olvida. Y también recuerdo la imagen peliculera al salir por la puerta del refugio, todavía en plena noche, con algo de niebla y sin luna, todos en fila y alumbrando el camino con nuestras linternas frontales. 

 


Ibamos a realizar la travesía Candanchú-Formigal junto con los alumnos del Curso de Oficiales de ese año en la Escuela Militar de Montaña. Un teniente de la Compañía nos había informado unos días antes y, como locos, nos apuntamos todos los que éramos montañeros, porque solo podían ir quince.

Por aquella época, para hacer el servicio militar voluntario en la Compañía de Esquiadores-Escaladores había que ir avalado por una Federación de Montañismo o de Esquí y presentar un historial de experiencia deportiva, lo que no resultaba fácil para quienes apenas teníamos dieciocho años y más todavía para quien, como en mi caso, veníamos de Valladolid que, como se sabe, es la única provincia sin montañas.

El curso de los oficiales va delante, casi sin peso y mucho mejor equipados. En alegre fila india atravesamos el paso fronterizo. No había guardias y solo un par de perros viejos habían madrugado para recibirnos en terreno francés. No nos calzamos los esquís, la nieve está helada y se anda mejor sin ellos. Hay que cargarlos en la mochila.

Sin duda, me refería al puerto de Somport. Por lo escrito he deducido que aquella travesía la iniciamos por el valle de Astún, hoy ocupado por una estación de esquí que enlaza sus pistas con las de Candanchú. Lo visité hace una década o así y estaba irreconocible para mí, horroroso, lleno de edificios e infraestructuras. Yo lo recordaba como un gran valle solitario y hermoso, con altos ibones en su cabecera, que por entonces recorrí en numerosas ocasiones, en dirección al Midi d’Osseau, el mítico pico de esa parte del Pirineo francés que durante las escapadas de fin de semana escalé por varias de sus vías, con diferentes compañeros, mayormente aragoneses, vascos y catalanes, que allí eran mayoría. Por los datos geográficos del escrito he reconstruido el itinerario que seguimos y por lo que he indagado en internet parece ser que cincuenta años después se ha convertido en una travesía invernal clásica y bastante frecuentada.

Hace mucho frío, pero un sol mentiroso nos engaña asomando por el Col de Bious o d'Anneou. Seguimos la huella de los oficiales. La nieve está blanquísima de madrugada y duele a los ojos cuando el sol la abrillanta. Pasamos por debajo del col de Moins, por el ibón de las Ranas, y vamos ganando altura lentamente. De vez en cuando tenemos que detenernos para no juntarnos con el grupo de oficiales. Ellos no han pasado tantos días en estas montañas y están menos preparados. El sol se ha ocultado detrás de unas nubes hace un rato y sopla un viento fortísimo. Hay un trecho muy duro por delante, son casi cien metros empinadísimos y helados. Hay que tallar cada paso y agarrarse con las manos y el piolet porque la mochila pesa demasiado y el viento amenaza con tirarnos al valle.

Estamos en la rama derecha de una “y” griega, ahora por debajo del col de Bious. Hay una espesa niebla y para colmo ha empezado a nevar. Pronto nos envuelve la ventisca y avanzamos a ciegas. Yo he pasado por aquí anteriormente, pero ahora no sé donde estamos. Hace muchísimo frío y preferimos no detenernos. Ya no hablamos. Procuramos ir todos juntos, porque no se ve más allá de cinco metros y el viento borra las huellas rápidamente. En lo alto del col hemos de tallar de nuevo durante un buen trecho.

Para “animarnos”, un comandante dice que tenemos treinta y dos grados bajo cero. El viento, en lo alto del col, vuelve a ser fortísimo y se cuela por el paño del pantalón. Los pies parecen ser ajenos. Entre la niebla, por un momento me ha parecido ver la silueta oscura e inconfundible del Pic du Midi dÓsseau. Al otro lado del col, a media ladera, lentamente, volvemos a perder altura.

La niebla ha hecho un hueco en este rincón de la montaña. Vemos enfrente, muy elevado, el próximo collado a superar. Habrá que pasar por debajo de un picacho que se ofrece amenazador. La montaña esta preñada de nieve y las laderas empinadísimas de este picacho pueden descargarse en cualquier momento, al menor ruido; todos lo sabemos y nos miramos unos a otros en silencio. Además, en la cima, hay una gigantesca cornisa colgada...hay que tomar todas las precauciones. La larga hilera se alarga más. Subimos pegados a la derecha, evitando la zona que parece más peligrosa en caso de que el alud se produjera. Los oficiales han llegado a la altura del collado, pero para alcanzarlo tendrán que realizar una travesía por debajo mismo de la gran cornisa.

Voy el último, con mucho miedo. Veo por arriba a un teniente que ha iniciado la travesía por debajo de la cornisa, voy mirando las huellas, a los pies del compañero que va delante, prefiero no mirar hacia arriba...no sé qué ha pasado...he escuchado un grito que esperaba, que temía...¡alud, alud!

Corremos, nos tropezamos y caemos, estamos por debajo de su trayectoria de caída. He mirado hacia arriba y he visto la gran lengua blanca y asesina, los tres primeros oficiales que intentaban la travesía han sido atrapados y arrastrados...durante unos segundos he podido ver esquís y  piernas emergiendo de la nieve.

Siempre había imaginado que los aludes se precipitaban rápidamente sobre el valle, y que en caso de verse uno sorprendido por uno de ellos, no daría tiempo de percatarse de nada. Pero aquellos segundos, cuando ya no podíamos correr más y era inevitable el ser alcanzados por el alud, fueron larguísimos, horribles. La avalancha crece, crece y se va ensanchando, todo pasa por la cabeza, pero nunca la idea de la muerte. Es curioso.

El alud caía y parecía no llegar nunca. Casi deseaba que cayera de una vez. Seguí corriendo, volví a tropezar, me ví envuelto de repente entre la nieve. Algunos compañeros que iban delante también eran arrastrados...de pronto...silencio, una gran paz. Vivir. El alud, inexplicablemente, se ha detenido, conservo la cabeza y un brazo fuera de la nieve, pero no me puedo mover, tengo el cuerpo como escayolado por esa gran masa de nieve pesada. El resto de compañeros y oficiales se han quedado paralizados. Reaccionaron rápidamente y enseguida nos desenterraron con las palas de nieve. Un teniente y un sargento no aparecen. A los diez minutos dan con ellos y salen pálidos de miedo. Aún quedan ganas de humor a pesar de todo lo ocurrido. Ahora la nieve ya ha caído y pasamos tranquilamente.

Me refería a la nieve procedente de la gran cornisa, cuyo desprendimiento fue la causa del alud.

Nos calzamos los esquís para realizar el descenso hasta Formigal. Por una larguísima canal, estrecha y oscura. Aún nos caerían dos aludes más a unos cientos de metros por delante de la columna. Gozamos del descenso. Pegados unos a otros bajamos rápidos, rompiendo la nieve virgen. Desde Candanchú han pasado doce horas, fatigosas, horribles y también alegres. Nos detenemos para tomar algunos alimentos en Portalet. Y ¡hasta cantamos! Ha sido un inolvidable día de montaña en estos Pirineos blanquísimos de Marzo.


 PD: Han pasado unos pocos días desde que publiqué este artículo y resulta que en el desván guardábamos una caja metálica, de esas que contenían membrillo y  no nos acordábamos de que estaba llena de viejas fotos, la mayoría en blanco y negro y familiares la mayor ṕarte. Pues entre ellas estaban éstas de Candanchú: 1. Construyendo igloos para pasar la noche durante unas maniobras. 2. Participando en una competición, descenso con el inconfundible Pico de la Zapatilla al fondo. 3. En otra de las muchas competiciones en las que participé. 4. Junto a mi amigo Luis FB  en el patio del cuartel de la EMM en Jaca (nunca antes habían visto por allí a unos escaladores de Valladolid). 5. Con "Cuena" a mi derecha (siento no recordar su nombre), el magnífico esquiador cántabro del que recientemente supe que ha ejercido como profesor de esquí  en Alto Campoo, muy cerca de donde vivo... y yo sin saberlo; y Ramón Otero a su lado, mi amigo y compañero de muchas escaladas, en Gredos, Pirineos, Picos de Europa, Montaña Palentina...y también en algunas de las magníficas paredes que descubrí en las  montañas de su tierra valenciana. Los tres fuimos miembros del equipo de Socorro y también instructores de esquí durante nuestro segundo invierno en Candanchú. Ramón, además, fue padrino de mi primer hijo.


Entre medias, un amigo que leyó esta entrada me ha hecho llegar una publicación sobre la Escuela Militar de Montaña, que me ayuda a recobrar imágenes en blanco y negro de aquella época, que ya tenía medio olvidadas, gracias Jose Luis MG. 


 

 

 


 

miércoles, 11 de octubre de 2023

DEL ESCALAR O CAMINAR MONTAÑAS

 

En soledad o en compañía. La experiencia de soledad en la montaña y en diálogo con la naturaleza  denota un compromiso radical: en general con la vida y el cosmos, y en especial con nuestra especie (con la propia condición humana). Y las penalidades o las alegrías del caminar en compañía sabemos que ayudan a forjar vínculos de amistad que son de por vida. 

Caminar como arte. Para nosotros, humanos, los territorios de la alta montaña son lugares de paso, donde la vida no tiene lugar y donde, por tanto, no podemos permanecer por mucho tiempo, dado que allí nuestras necesidades vitales no encuentran manera de ser cubiertas. Así, “el caminar por las altas montañas es el modo que tenemos para otorgar una especial identidad a esos territorios, considerando el caminar como una práctica estética, un método tranquilo de reencantamiento del tiempo y del espacio” (*)

Cartografía del caminar. No digo que tenga que ser así, pero sé por experiencia que caminar puede llegar a ser una auténtica práctica artística si consiste en andar el territorio con sensibilidad perceptiva, abierta la mente hacia las emociones que conectan el entorno caminado y el cuerpo de quien camina. Con esas emociones, hoy reconozco que se puede crear conocimiento mediante la huella fotográfica del caminar, como experiencia de inmersión en un territorio, lo que de algún modo es cartografía creadora de paisajes y cultura. Y mira que me cuesta reconocerlo, por mi natural aversión a los aparatos fotográficos, que me viene  de cuando practicaba la escalada de dificultad en la alta montaña y me parecía tan innecesario como absurdo eso de cargar con el peso de la dichosa maquinita de fotos, todo para acabar destrozando con cada foto la in-tensa emoción que se siente escalando. Por entonces, hacer fotos durante la escalada me parecía un gesto superfluo, que banalizaba el tiempo y lugar de esa sublime experiencia  que es el transitar por la alta montaña, sea caminando o, más aún, escalando.

Un montañero puede ser cartógrafo de las cumbres, alguien que mapea el silencio”, como dice Eduardo Marco Miranda en su tesis doctoral. (*) Ahora que no escalo, que ya solo camino, lo comprendo mucho mejor. Ahora voy entendiendo cómo utilizamos el paisaje y su fotografía para representarnos a nosotros mismos, en un intento de significación, como queriendo proyectar nuestra identidad en el entorno-mundo y, ya de paso, ensayar un gesto tan humano como inútil: esa ilusoria pretensión de querer detener el tiempo en una foto.

 
La utilidad de lo inútil. Conviene leer “La utilidad de lo inútil”, de Nuccio Ordine, especialmente estos capítulos: 13.Montaigne: no hay nada inútil, ni siquiera la inutilidad misma;14.Leopardi flâneur (paseante): la elección de lo inútil contra el utilitarismo de un siglo soberbio y estúpido y 15.Théophile Gautier: todo lo que es útil es feo, como las letrinas.  Ya al comienzo del libro, Nuccio Ordine explica la paradoja del título: “El oxímoron evocado por el título merece una aclaración. La paradójica utilidad a la que me refiero no es la misma en cuyo nombre se consideran inútiles los saberes humanísticos y, más en general, todos los saberes que no producen beneficios. En una acepción muy distinta y mucho más amplia, he querido poner en el centro de mis reflexiones la idea de utilidad de aquellos saberes cuyo valor esencial es del todo ajeno a cualquier finalidad utilitarista. Existen saberes que son fines por sí mismos y que—precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial—pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu y en el desarrollo civil y cultural de la humanidad. En este contexto, considero útil todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores”.

Contra nuestros miedos. Reinhold Messner es el alpinista que en 1978, junto a Peter Habeler, realizó la primera ascensión al Everest (8.848 m) sin botellas de oxígeno, lo que hasta entonces se consideraba imposible; pues bien, no hace mucho, en 2004, decía Messner: “cuanto más arriba escalo, más profundamente siento mis miedos. Cuanto más alta es la montaña a la que subo, más amplia es la panorámica que tengo sobre mi propia existencia. Al ir a un lugar al que no pertenezco, se hace posible el arte de vivir: la orientación a través de la desorientación. Pues al fin y al cabo, todos los desiertos de este mundo están en nosotros mismos”.

De mi personal experiencia en las montañas, en soledad y en compañía, he aprendido que en nuestra relación con la naturaleza y especialmente en la alta montaña, más allá de donde la vida sucede cotidianamente, experimentamos un modo de sentir apasionado, entre sagrado y sublime, que nos habla del misterio de nuestra propia naturaleza humana.

El objetivo no es la cima, es el camino. Hasta hace poco, el ascenso a las grandes cumbres de la Tierra era certificado por una mítica periodista, Elizabeth Hawley, creadora de The Himalayan Database (www.himalayandatabase.com). Elizabeth era rigurosa exigiendo pruebas: fotos, vídeos y testimonios de otros escaladores; pero su trabajo no dejaba de ser artesanal y con la aparición de internet empezó a perder relevancia en beneficio de la web www.8000ers.com; cuando Hawley falleció en 2018, de hecho ya era esta web, fundada por Eberhard Jurgalski, la que confirmaba y certificaba la ascensión a las grandes cumbres, así como todos los logros y récords logrados en las altas montañas de la Tierra.

En 2019, con imágenes de satélite de alta resolución y la ayuda del Centro Aeroespacial alemán, Jurgalski y sus ayudantes demostraron que en algunos ochomiles, como el Manaslu, el Annapurna o el Dhaulagiri, muchos alpinistas nunca alcanzaron la verdadera cumbre, sólo quedaron cerca. Según sus investigaciones, apoyadas en grandes avances tecnológicos, únicamente tres alpinistas (el americano Ed Viesturs, el finlandés Veikka Gustafsson y el nepalí Nirmal Purja) completaron realmente los 14 ochomiles del Himalaya, los dos primeros sin oxígeno artificial. Según ese trabajo, Oiarzabal y Iñurrategi se quedaron en una cumbre secundaria del Manaslú, no llegaron a pisar la cima… y al legendario Reinhold Messner le faltaron cinco metros para coronar realmente el Annapurna. Cierto es que antes siempre hubo debate al respecto, sin darle mayor importancia porque, en general, los escaladores nos fíabamos de la palabra de quien decía haber llegado a una cumbre, más si además nos enseñaba una foto de ese momento. 

Pero después de la decisión del Libro Guiness sobre Messner, éste, muy indignado, exclamó con su habitual apasionamiento: "¡el objetivo no es la cima, es el camino!... ¡mi alpinismo no sabe de récords!".

 

Gozo y fatalidad en lo imprevisto. En marzo de 2004, el alpinista francés Patrick Berhault comenzaba junto a su compañero Philippe Magnin el mayor reto de aquella temporada: ascender a las 82 cumbres de más de 4.000 metros de los Alpes en sólo 82 días. Un reto que se vio tristemente truncado el 29 de abril cuando Berhault, de 46 años y uno de los mejores y más reconocidos escaladores europeos, se despeñó desde la arista que debía llevarle a la cima del Dom (**) cuando estaba a punto de terminar esa ascensión en los Alpes suizos. Se trataba de una escalada fácil, tan sencilla que ni siquiera subían encordados, cuando Patrick Berhault tuvó un fatal resbalón.

Ésto me hace recordar aquella ocasión en que tuve un “tonto” resbalón que a punto estuvo de costarme la vida. Fue en un descenso, al día siguiente de realizar la escalada invernal a Peña Santa de Castilla por la vía sur-directa, con algo más de 600 metros de pared vertical y de dormir precariamente en la cumbre, porque la habíamos coronado ya bien entrada la noche. Tras un complicado descenso en unos cuantos rápeles por la helada cara norte, bien equipados con piolet y crampones rodeamos la montaña por su base para volver al refugio de Vega Huerta. Cuando encarábamos la travesía por la vertiente sur, nos pareció que la nieve ya no estaba tan helada como en la cara norte; también es cierto que era casi mediodía y el sol estaba rompiendo la niebla de aquella fría mañana. Llevábamos todo el día calzados con los crampones y en ese tramo horizontal, con la nieve algo más blanda, nos pareció que estorbaban después de tanto hielo. Fue al querer cruzar un corto tramo  en la parte superior donde se iniciaba el cono de un corredor que veíamos concluir unos trescientos metros más abajo. Fue allí donde resbalé, en la parte más fácil, precisamente cuando acabábamos de quitarnos los crampones en un exceso de confianza, porque nos parecía que la nieve dejaba de estar helada. Fueron trescientos largos metros de caída vertiginosa y acelerada por ese larguísimo corredor, hasta parar en el fondo después de golpearme con numerosas rocas por el camino, que destrozaron mi mochila y parte de mi ropa, produciéndome heridas y contusiones múltiples por todo el cuerpo. Cuando mis compañeros de escalada pudieron bajar a recogerme, me dijeron que estaban contentos, porque habían visto la caída y lo que esperaban era recoger un cadáver. Me enteré después que Luis Felix, el compañero que me seguía, también resbaló detrás de mí, pero que tuvo la suerte de parar gracias a que cayó en una profunda grieta abierta en el corredor, a pocos metros de donde ambos habíamos resbalado. 

Hoy me queda una gran cicatriz en un hombro y una lesión de columna que después de respetarme por más cincuenta años, ahora me impide doblarme si no es con dolor...y la verdad es que cuando me duele, muchas veces me viene a la memoria aquella magnífica escalada invernal a Peña Santa, que me dejara una huella de gozo y dolor al tiempo, lo que me parece una metáfora de la vida como camino, más o menos vertical, practiques o no la escalada.

En la escalada invernal a Peña Santa, en 1972.

 https://blognanin.blogspot.com/2010/12/viejas-fotos-recuperadas.html

Libros de montaña, montaña de historias. Durante años leí muchos libros de montaña y el que más releí fue “Conquistadores de lo inútil” de Lionel Terray (Grenoble 1921-Vercors 1965). Es posiblemente el libro de montaña más leído de todos los tiempos, en el que L.Terray describe su pasión a través de su aprendizaje en la montaña, de sus victorias en las altas cumbres y de su íntima amistad con sus compañeros de cordada: Gaston Rébuffat, Louis Lachenal, Maurice Herzog y otros. Son impresionantes sus relatos de escalada; el que más huella me dejó fue cuando en 1950, participando en la expedición francesa al Annapurna, Lionel renunció a la cima para asegurar el descenso de sus amigos Herzog y Lachenal, ambos con gravísimas congelaciones. Decía en el epílogo del citado libro: “si en realidad no hay ninguna roca, ningún serac, ninguna grieta que me esté esperando en algún lugar del mundo para detener mi carrera, llegará un día en el que, viejo y cansado, encontraré la paz entre los animales y las flores. El círculo quedará cerrado, y por fin seré el simple pastor que añoraba ser en mis sueños de niño”. 


Lionel Terray fue el legendario primer escalador del Fitz Roy, en Patagonia; del Chacraraju, en Perú; del Makalu, en Nepal o del Monte Huntington en Alaska. Esta última cumbre la alcanzó en compañía del joven Marc Marinetti, junto a quien perdería la vida en un incomprensible accidente de escalada a la corta edad de 44 años: fue en un fácil terreno de ensamble de tercer grado, tras superar la parte más comprometida de una vía de entrenamiento en el macizo de Vercors, muy cerca de Grenoble, su ciudad natal. Su muerte, ahora ha vuelto a recordarme aquel error y accidente que tuve en el descenso de la Peña Santa en los Picos de Europa. Siempre habrá personas a las que su pasión por las montañas les lleva a arriesgar su vida contra las fuerzas de la naturaleza, donde el menor error puede resultar fatal. Edmund Hillary, el alpinista británico que junto al sherpa Tenzing Norgay fueron los primeros en coronar el Everest y que que pudieron volver para contarlo, se preguntaba: “si escalas una montaña por primera vez y mueres en el descenso, ¿es realmente el primer ascenso completo a la montaña? Yo personalmente me inclino a pensar que tal vez es igualmente importante el descenso y que la escalada completa de una montaña supone llegar a la cima y volver abajo sano y salvo”.

Entonces, ¿por qué subimos montañas? La respuesta más sencilla y acertada fue la de George Mallory, uno de los más significados alpinistas de inicios del siglo pasado: “¿que por qué subo montañas?: porque están ahí”. Hay un ingrediente poético en esta respuesta, algo que me remite a unos versos de Paul Celan, que aquí me permito resumir y poner en prosa: La realidad no está simplemente allí, debe ser investigada y conquistada. ¿Quién dice que se nos murió todo cuando se nos quebraron los ojos? Todo despertó, todo comenzó. Sólo verdaderas manos escriben verdaderos poemas. No veo ninguna diferencia entre un apretón de manos y un poema. La poesía es una especie de regreso a casa”.

El mejor alpinista es un alpinista vivo. Gaston Rebuffat fue miembro de la mítica generación de Lionnel Terray, Maurice Hergoz y Louis Lachenal, con quienes  en 1950 participó en la conquista del primer ochomil, el Annapurna. Fue autor de numerosas "primeras", muchas de ellas junto a su amigo Lionel Terray, como la norte de las Grandes Jorasses (1945) y también escaló en 1947 la temible pared norte del Eiger. Era, además, escritor, cineasta y conferenciante. Yo tengo grabadas en video algunas películas suyas en blanco y negro. Recuerdo haber leído en alguno de sus libros algo así como que  "un alpinista es alguien que conduce su cuerpo allí donde, un día, miraron sus ojos...y que además vuelve"… al parecer, repetía esta idea en todas sus conferencias: "el mejor alpinista es un alpinista vivo".

En “Reino de luz y silencio” decía que “la técnica debe hallarse al servicio de un entusiasmo, o de lo contrario reduce el mundo de las alturas a las proporciones de un gimnasio. ¡Pero qué larga es la marcha que conduce a las cumbres! Allí donde las casas, luego los árboles y por último la hierba terminan, donde comienza el reino estéril, salvaje y mineral; sin embargo, en su extrema pobreza, en su desnudez total, dispensa una riqueza que no tiene precio: la dicha que se descubre en los ojos de quienes lo frecuentan”. Hoy sigo apreciando el valor  que G. Rebuffat le daba a la amistad en la montaña, porque yo también he experimentado y sentido con intensidad que la “cordada” es la metáfora de un vínculo perdurable de por vida: la belleza de las cumbres, la libertad de los grandes espacios, los rudos placeres de la escalada, la identificación con la naturaleza recobrada, serían placeres estériles y a veces amargos sin la amistad de la cordada: amistad fraternal, hecha de cortesía, abnegación, luchas compartidas y alegrías también experimentadas en común”.

Ese estremecimiento. Del libro La Montaña es mi Reino”: tengo ya en mi haber algo más de mil ascensiones en todas las épocas del año; a veces se adueña de mí la impresión de que la montaña es mi reino. Con todo, cada vez que franqueo su puerta invisible, pero que «siento» perfectamente, me domina un ligero estremecimiento”.

A mí me pasaba cada vez que emprendía una excursión a la montaña, incluso actualmente, el día previo sigo sintiendo una cierta excitación. Ya metido en la escalada, siempre sentía un estremecimiento, casi un temblor como de emoción, durante los primeros metros, en el primer largo de cuerda, que después iba desapareciendo a medida que me alejaba del suelo; es curioso que siempre tuviera el mayor miedo en los primeros largos de cuerda. A propósito de ésto, decía G.Rebuffat: “de cualquier manera, la llegada a una cumbre jamás representa una victoria sobre la montaña, sino sobre uno mismo”. Y también que escalar es un instinto y que los niños trepan con mil amores a las ventanas, a los árboles y a las paredes, que lo hacen por el placer de escalar, descubrir, ver más lejos y desde más alto. ¿No es eso, en el fondo, lo que los mayores llaman «alpinismo»?

 


Escalar o caminar, pues, la vida. Además de sociólogo, antropólogo y especialista en la representación y las acciones del cuerpo humano (ha dedicado ensayos anteriores al dolor, el silencio o la risa, por ejemplo), David Le Breton (***) es un gran caminante y ha consagrado ya varios libros a esta pasión, entre ellos, quizá uno de sus más conocidos es elElogio del caminar”, publicado en castellano en 2015. Cuando se siente en la necesidad de justificar esta reincidencia acude a una paradoja: "para mí, caminar es volver a encontrar mis propias raíces en el mundo"

Le Breton dice en ese libro que fue la revolución industrial  la que estableció un nuevo marco en el asunto: "por reacción intelectual a su forma de entender el progreso como competencia en la aceleración mecánica, se revalorizó el desplazamiento a pie, atribuyéndole, entre otras, las virtudes de la introspección y la liberación de la prisa. A mediados del XVIII, Jean-Jacques Rousseau, gran defensor de la "marcha propia" y la "vida ambulante", renegaba de los viajes en diligencia "tristemente sentados y aprisionados en una pequeña jaula bien cerrada".


La reivindicación del caminar como un acto de resistencia. Y en el mismo libro proseguía David Le Breton: "aquella velocidad encapsulada de las diligencias que exasperaba a Rousseau o el sedentarismo burgués contra el que se rebelaba Thoreau, pueden revisarse con cierta ironía desde nuestro hipertecnologizado siglo XXI: a "la humanidad sentada", por utilizar un término de Le Breton, "su cuerpo y su bipedación le molestan […] y su aspiración es deshacerse de él para así comenzar una nueva fase de la evolución, la de la virtualidad o las prótesis".

"Por eso, en el tiempo presente, que especula con el transhumanismo, es más importante que nunca la reivindicación del caminar como un acto de resistencia. Afortunadamente,  los caminantes siguen hoy recorriendo felices el globo, manteniendo su vínculo con la especie y burlándose del puritanismo ambiental provocado por la nueva religión de la tecnología" (David Le Breton, Elogio del caminar)

También lo pienso, solo que yo no diría tanto como "felices caminantes", teniendo en cuenta la que está cayendo.


Notas:

(*) Del libro y tesis doctoral de la que es autor Eduardo Marco Miranda: “La fotografía de paisaje en el Pirineo Central a finales del siglo XIX y principios del XX. Una revisión contemporánea desde la práctica artística del caminar por el territorio de alta montaña” (publicado en 2015 por la Universitat de Barcelona).

(**) El Dom (4.545 m) es el tercer pico más alto de los Alpes suizos, forma parte del macizo del Mischabel, del que es su pico más alto y es la séptima cumbre​ de la cadena alpina después de dos cimas del macizo del Mont Blanc y cuatro del Monte Rosa. 

 (***) David Le Breton es antropólogo y profesor de la Universidad de Estrasburgo. Es autor de Conduites à risque (París, 2002), Anthropologie du corps et modernité (París, 2005) y La saveur du monde: Une anthropologie des sens (París 2006).

domingo, 8 de octubre de 2023

AL ANETO, HACE MÁS DE CUARENTA AÑOS

Entre los papeles recién recuperados, llenos de notas y borradores, casi todos escritos a bolígrafo y algunos a lapicero, que tenía olvidados en el desván, estaban tres folios escritos a máquina en los que narraba mi primera ascensión al pico Aneto, máxima cota de los Pirineos. Por mis cálculos, debió de ser allá por el año 1981, hace pues cuarenta y dos años. Antes ya había estado en otras grandes cumbres pirenaicas, a las que ascendí con muy variados compañeros de escalada, vascos, catalanes y aragoneses, con ocasión de los dos años que pasé en la Compañía de Esquiadores-Escaladores (Candanchú), dependiente de la Escuela Militar de Montaña (Jaca). Fueron numerosas ascensiones y escaladas, unas cuantas al próximo y grandioso Pic de Midi d`Osseau y otras a muchas de las altas montañas que desde Candanchú teníamos cerca.

Más tarde tendría ocasión de conocer otras zonas de los Pirineos aragoneses, catalanes, franceses y navarros, por los valles de Pineta, Roncal, Ordesa, Gavarnie, Vignemale…y al Aneto subiría una segunda vez, con ocasión de un campamento de montaña que dirigí en el verano de 1986 o 87, no estoy seguro, organizado por la concejalía de juventud del ayuntamiento de Valladolid, en tiempos del alcalde Tomás Rodríguez Bolaños. En esa ocasión cometí la osadía e imprudencia de subir a unos treinta jóvenes a la cumbre del Aneto por la vía normal, que desde el refugio de la Renclusa pasa el Portillón y asciende por el glaciar hasta alcanzar la cumbre del Aneto tras superar el aéreo paso de Mahoma.

En la ocasión narrada en esos papeles recuperados, se trataba de un encuentro familiar, con escaladores valencianos, con algunos de los cuales yo ya había escalado antes, en Pirineos, en Gredos, en Picos de Europa o en la Montaña Palentina, así como en algunas de las zonas de escalada que tienen en su tierra, muy cerca de Onteniente y de Alcoy, en las ocasiones en las que yo bajaba  a visitarles, al menos una vez al año.

Nos juntamos en Benasque y enseguida nos dirigimos al Pla (1) de Senarta, donde montamos nuestro campamento familiar, éramos diecinueve entre adultos y niños. Este lugar nos serviría de base para las excursiones y escaladas que hicimos durante aquellos felices días. La escalada aquí relatada, al Aneto (2) por la arista de Salenques-Tempestades (3), la hice con Vicent Pastor, un magnífico compañero de escalada cuyo rastro perdí después de aquella memorable ascensión, para mí inolvidable.

Como entonces acostumbrábamos a no hacer fotos mientras escalábamos, pasados tantos años me ha costado precisar por qué brecha alcanzamos la cresta. Sí recuerdo muy bien que fue una decisión improvisada, sobre la marcha y sin ninguna información previa, solo porque aquel corredor nos pareció atractivo y directo a la arista. Pasado el tiempo y ya con internet he podido concluir que aquella escalada tuvo que ser por el corredor norte del pico Margalida, que es una de las escaladas en hielo que a día de hoy sigue siendo una de las más codiciadas por los pirineistas. Vicent y yo la hicimos a principios del verano, pero en aquel momento no podíamos imaginar las dificultades que íbamos a encontrar, ni el riesgo al que estuvimos expuestos durante los mas de doscientos metros de ese corredor, mucho más que en los dos mil metros de escalada que teníamos por delante, toda la arista, hasta alcanzar la cumbre del Aneto.

Transcribo a continuación el texto original escrito en esos tres folios, hace cuarenta y dos años:

 

AL ANETO POR LA CRESTA DE SALENQUES-TEMPESTADES

Iba a ser mi primera ascensión al Aneto y quería hacerla por un itinerario más interesante que el clásico y más frecuentado que arranca del refugio de la Renclusa. Lo tenía decidido hace tiempo antes de visitar esta parte de los Pirineos, cuando ví las primeras fotos y leí los primeros escritos sobre el Aneto. Subiríamos por la cresta de Salenques, el recorrido más largo, ¡una trepada de casi tres kilómetros!, la escalada más interesante y difícil de la zona, catalogada “D” en buena roca. El proyecto prometía grandes satisfacciones y, en efecto, no nos defraudaría.

1.Escrito a máquina original. 2. Mapa de cordales, zona de la cresta Salenques-Tempestades  y 3. Mapa del recorrido que seguimos, durante dos días, hasta el Aneto por los glaciares de Barrancs y Tempestades, para descender luego por el glaciar de Coronas


Desde nuestro campamento en el Pla de Senarta (1.380 mts) nos acercamos en coche hasta el final de la pista, donde había un aparcamiento lleno de vehículos, incluida alguna caravana. La senda que conduce al refugio de la Renclusa se encontraba a aquella hora tan transitada como cualquier calle céntrica de Valladolid. Nos alegramos de no haber elegido el itinerario normal al Aneto por el refugio de la Renclusa. Eramos cuatro: Ramón, Carlos, Vicent y yo, Nanín. Enfilamos rápidamente la dirección de Aigualluts, un “pla” amplio y muy hermoso, húmedo y muy verde, desde donde el Aneto se ofrece a los montañeros de forma majestuosa. Una densa niebla nos impidió esta primera e impresionante visión del rey del macizo. Cuando llegamos a la bellísima cascada donde rompen los riachuelos que encharcan el Pla de Aigualluts, a pesar de su lejanía y de la niebla, se intuía, casi se veía al Aneto, dos mil metros por encima de nosotros; yo tenía impresa en la memoria su imagen singular, con el primer plano de la cascada, tantas veces repetida en fotos ya clásicas.

Vicent Pastor, uno de los tres amigos valencianos con los que estaba subiendo y con quien alcanzaría la cumbre al día siguiente, ya había subido al collado de Salenques en una ocasión anterior. Ese era el lugar que habíamos elegido para efectuar el vivac, por lo que seguimos su paso, decidido y ligero, como si la niebla no existiese. Una estrecha garganta, una zona de grandes desprendimientos, una empinada canal, una gigantesca tartera y una inacabable pedrera por la que descendía un nevero helado nos hicieron sudar a pesar del frío y la niebla que reinaban a esa altura, alrededor ya de los dos mil metros de altitud según nuestros cálculos, sin que por ningún lado se viera nada parecido al collado de Salenques. Vicent nos lo confirmó: la niebla nos había desviado por otro camino. Ganamos altura hasta ver la lengua de un glaciar. No podía ser otro que el glaciar de Barrancs. Tras media hora de intenso trabajo quedó acondicionado nuestro vivac al pie del glaciar. (4)

A la madrugada, con la primera luz del día, la niebla se había disipado aunque el cielo estaba muy cubierto. Se olía una tormenta, que afortunadamente no llegaría a alcanzarnos. Al ver por primera vez el panorama y apreciar nuestra situación, nos alegramos de haber equivocado el camino; desde donde estábamos, sin perder altura, podíamos atravesar lateralmente una de las zonas más bellas y poco frecuentadas del macizo. Pasamos por debajo del glaciar de Barrancs para llegar a la altura del arranque de la cresta del pico Espalda del Aneto (3.350 mts), donde por un momento estuvimos tentados de afrontar por esa esbelta arista la ascensión al Aneto, pero la cresta de Salenques se ofrecía ya airosa y prometedora enfrente de nosotros, al otro lado del glaciar de Tempestades, así que optamos por mantener nuestro proyecto inicial, aunque con algún cambio que luego resultaría de mucha mayor envergadura de lo previsto. 

Efectivamente, frente a nosotros, justo por debajo de la zona más espectacular de la cresta de Salenques, descendía un corredor muy vertical, del que solo podíamos ver su parte final en una de las muchas brechas que mellan la arista, en la parte más elevada del glaciar de Tempestades. Nos pareció muy atractivo ese corredor y dejándonos llevar por este primer impulso no lo pensamos dos veces. Sería una variante que añadiría dificultades y también belleza al recorrido clásico de la Salenques-Tempestades.

Desde la rimaya del glaciar, el corredor se nos presentó aún más áspero y difícil de lo que nos había parecido desde lejos. Continuamente escuchábamos la explosión de piedras caídas desde la parte más alta. Sería demasiado arriesgado subir dos cordadas. Ramón y Carlos decidieron no meterse e iniciaron el descenso por el glaciar, para regresar al campamento de Senarta siguiendo el camino que habíamos traído. 

Vicent y yo nos encordamos y enseguida atacamos aquel corredor casi vertical. El primer largo, totalmente en hielo, nos permitió alcanzar la rimaya. Entre el hielo y la roca tuvimos que superar un paso realmente peligroso, bordeando un profundo y oscuro agujero de más de quince metros, que se abría a nuestros pies. El siguiente largo, ya en roca, nos permitió advertir cuál iba a ser la principal dificultad que íbamos a encontrar en la escalada: la roca, aparentemente compacta, se deshacía entre nuestros dedos. A los treinta metros, en terreno más cómodo, apareció un clavo de aspecto primitivo y por debajo de él había unos trozos rotos y podridos de cuerda de cáñamo, ¡de aquellas con las que escalaban los primeros pireneistas a principios del siglo XX!, ¡y aún estaban allí! Aquello quería decir que alguien más había sido atraído por aquel corredor y lo habían escalado quizá hace muchos años. Esto, que resultaba emocionante, no era, por otra parte, nada tranquilizador, porque ¿cuánto tiempo había pasado desde la última escalada por ese corredor?, ¿por qué no venía ninguna referencia al mismo en la guía que llevábamos y que consultamos antes de empezar?... ¡qué estremecedores resultaban aquellos despojos de una antigua cordada justo al comienzo de la escalada, cuando nos disponíamos a enfilar la parte más amplia y central del corredor, que desde allí abajo veíamos continuamente ametrallada por proyectiles invisibles, disparados desde lo más alto de la brecha. Resultaba algo siniestro aquel panorama de despojos, testigos quizá de una derrota contra la montaña, que dotaban al momento de una inusitada tensión...bueno, ¡pues tiramos para arriba, que vamos como de estreno!

Inicio el siguiente largo por el centro del corredor, con la intención de cruzar cuanto antes esa zona peligrosa y continuar junto a la pared por su borde derecho, fuera de la trayectoria directa de las piedras que caían. Ninguno de los dos habíamos subido el casco protector, pero el tamaño de las piedras que caían y su velocidad nos aclaró que de poco nos hubiera servido en el caso de que una de ellas nos alcanzara. ¡Teníamos que cruzar cuanto antes! Esperé una pausa entre los silbidos de las piedras, esa parte era terreno relativamente fácil, pero totalmente descompuesto. Me fie del seguro de Vicent y comencé a trepar lo más rápido que pude. Unos metros más arriba, lo que parecía una zona de arenillas resultaron ser placas de hielo durísimo recubiertas por un cascajillo muy fino. El piolet se hizo imprescindible en aquel paraje, para tallar escalones y superar aquellas inoportunas placas de hielo que añadían dificultades extras y que, sobre todo, alargaban peligrosamente nuestra estancia en el centro del corredor. Enseguida pude comprobarlo, porque a cada golpe de piolet una lluvia de piedras regaba el corredor. Por fortuna, a lo largo de la escalada por el corredor tan solo nos alcanzaron algunas diminutas piedras, aunque en varias ocasiones se nos paralizó el corazón al ver cómo nos pasaban, casi rozando, algunas de considerable tamaño, que rebotaban y se rompían, multiplicándose en pedazos antes de llegar al glaciar.

La pared de la izquierda, algo extraplomada en su parte alta, no ofrecía salida posible y tuvimos que continuar por el fondo del corredor, pegados a su borde derecho, donde el peligro parecía menor a pesar de su verticalidad y a pesar de lo tentadoramente fácil que parecía el centro del corredor. Aquellos cuatro largos de cuerda por la parte central se nos hicieron realmente penosos. Las placas de hielo se sucedían sin solución de continuidad y ninguno de los dos recordábamos haber hecho jamás unos relevos tan precarios, con puntos de seguro tan simbólicos, nunca, en ninguna pared de las que hasta ahora habíamos escalado. Tres largos enteros sin ningún clavo de seguro por medio y las reuniones sobre un anillo de cuerda sujeto a resaltes insignificantes en roca descompuesta...lo que en invierno debía ser, sin duda, una escalada de gozosa dificultad en nieve y hielo, ahora, a principios del verano, se convertía en una alucinante ascensión con el alma colgada de un hilo.

Por fin, tras el quinto largo, yendo Vicent delante, alcanzó un terreno más compacto y seguro, cuya dificultad técnica, algo superior, se veia compensada al poder agarrarnos, por primera vez, a una roca entera donde apoyar firmemente nuestras botas; aún así, continuamos sin seguros, ya que cada vez que intentábamos meter un clavo la roca se resquebrajaba. Cuando me aproximaba a la reunión prevista ví unos metros por arriba y a mi izquierda un clavo del mismo tipo que encontramos al principio del corredor, casi doscientos metros más abajo. Su situación me confirmó que había sido utilizado en una ascensión invernal, parecía lógico, pues la escalada del corredor en verano resultaba peligrosa, como pudimos comprobar, aparentemente fácil, pero muy arriesgada. Inicie lo que parecía que iba a ser el último largo de cuerda antes de alcanzar la brecha, todavía por el borde derecho del corredor. La brecha de la arista se me presentaba cercana y hasta “acogedora”, tan solo unos metros más arriba; no obstante, me vi obligado a dar un buen rodeo, ya que la parte que restaba era bastante vertical y descompuesta; no quería arriesgar lo más mínimo lo que prometía ser un triunfo que teníamos al alcance de la mano, sobre aquel "angustioso" corredor.

Busqué una salida por una zona algo desplomada que tenía a mi izquierda, formada por grandes bloques, y continué luego por una parte tan descompuesta como los tramos de más abajo, que me desanimó nuevamente; advierto entonces que la cuerda está tensa y no veo por delante ningún lugar mínimamente apropiado para instalar la reunión, cuando tan solo quince metros más arriba estaba la plataforma de la brecha, ya en la arista. Resultaba imposible meter un clavo de seguro, imposible poner algún anillo de cuerda en algún resalte...y mucho menos destrepar. Opté por lo único posible, seguir como fuera, entonces le grité a Vicent, al que no veía, que se acercara para darme unos metros de cuerda, los suficientes para llegar hasta la brecha. En aquel tramo batimos nuestro propio record de malos seguros: casi cuarenta metros sin absolutamente nada que pudiera frenar una posible caída hasta el glaciar, doscientos metros abajo.

Vicent subía detrás sin conocer nuestra verdadera situación y cuando pudo verme, su ritmo de trepada se hizo mucho más lento. Yo confiaba plenamente en él, no así en mis propias manos que llevaban ya unos cuantos minutos aferradas a la misma precaria presa, con todos mis músculos en tensión y con claros signos de fatiga. Al fin, Vicent encontró un resalte donde  asegurarse con un anillo de cuerda. Eso me permitió continuar, aliviada ya mi tensión, por un fácil paraje de bloques sueltos hasta lo alto de la brecha, ¡el primer lugar seguro tras cuatro horas infernales pasadas en aquel corredor...ahora tocaba disfrutar el primer trago de agua y el primer cigarro! Fue un momento sencillamente maravilloso el que pasamos en aquel hospitalario  metro cuadrado, en aquella brecha innominada, ya enfilados por la cresta hacia la cumbre del Aneto.

Era casi mediodía y aún nos quedaba por recorrer toda la crestería hasta la cima del Aneto. Tuvimos unos minutos de duda, no estaba claro el itinerario a seguir por entre aquella masa caótica de agujas, torres y bloques.Tras encaramarnos a la parte más aérea de la arista, la ruta nos pareció más evidente y continuamos escalando muy rápidamente para evitar otro vivac. Siguieron varias horas de trepada ligera, alegre, entretenida y sin grandes dificultades, lo que nos fue compensando de la angustia pasada en el corredor. Pasamos la brecha de Tempestades, la de la Espalda del Aneto y el panorama a nuestro alrededor crecía en belleza: glaciares, aristas, lagos, horizontes puntiagudos de un planeta pequeño que nos parecía inmenso desde aquel privilegiado balcón por encima de los tres mil metros, que nos hacía pequeños a nosotros, microscópicos conquistadores en medio del gigantesco tamaño mineral de aquel grandioso macizo pirenaico del Aneto y las Maladetas.

La cumbre del Aneto, como casi todas las cumbres muy visitadas, es algo decepcionante. Las huellas del gregarismo urbano ensucian la amplia cima y una cruz demasiado grande, metálica y fría, agrede a la vista en el punto más alto de los Pirineos. Descendemos casi corriendo y desde el glaciar del Aneto nos desviamos a la izquierda para alcanzar el collado de Coronas, las Maladetas se sucedían hermosas a nuestra derecha. Descendemos velozmente utilizando el piolet, ramaseando, canturreando y casi flotando por el glaciar de Coronas. Nos refrescamos en el lago de Llosas. De vez en cuando echábamos una mirada hacia atrás y hacia arriba que nos permitía apreciar la dimensión del recorrido. Abajo, llegados a la pista forestal de Vallibierna unos montañeros catalanes nos llevaron en su furgoneta hasta el Pla de Senarta, al que llegamos ya entrada la noche. Allí nuestros compañeros, preocupados, se preparaban para salir a buscarnos.

Había sido un día demasiado largo, demasiado complicado y hermoso como para olvidarlo. La noche era fresca y estrellada y me acosté tranquilo y feliz, pensando que al día siguiente haría un buen día para seguir escalando. 

 


 Notas:

1. "Pla": en catalán, es sinónimo del castellano llano o planicie. Es un término geográfico que designa una plataforma o zona llana entre montañas.

2. La primera ascensión al Aneto fue en 1842. La realizaron un militar ruso de nombre Platón de Tchihatchchieff y un botánico aristócrata francés llamado Albert de Franqueville, acompañados por otras cuatro personas, contratadas como guías y porteadores. Tras muchas horas de ascensión - hay que tener en cuenta que antes se partía de muy lejos para subir a la cima- se encontraron con una estrecha y peligrosa arista que los separaba de la cima. Fue el ruso quien comparó aquel angosto paso con el estrecho puente, cortante como un sable, que según escribió Mahoma en Al Coran, "sólo los musulmanes justos podrán cruzar para alcanzar el paraíso", quedando así denominado para siempre aquel paso con el nombre de "Paso de Mahoma".

3. El recorrido completo de la cresta de Salenque-Tempestades permite coronar 9 de los tresmiles más codiciados y complicados del Pirineo: Margalida (3241 m), Forca Estasen (3028 m),Torre de Salenques (3111 m), Primer Resalte Salenques (3127 m), Segundo Resalte Salenques (3148 m), Tempestades (3290 m), Punta Brecha Tempestades (3274m), Espalda Aneto (3350m), Aneto (3404m). De acuerdo con la obra de Juan Buyse, en el Pirineo se registran 212 tresmiles, de los cuales 129 son cumbres principales y 83 secundarias. Además, establece 11 grandes zonas a lo largo de las cuales se distribuyen los tresmiles pirenaicos y que se corresponden con los grandes macizos de la cordillera.

4. En la época en que hicimos esta escalada al Aneto (1.981),  los glaciares ocupaban 641 hectáreas, pues bien, en 2012 la superficie se había reducido a 160 h. Aunque se han tomado medidas restrictivas para proteger los glaciares, éstas son incapaces de detener un retroceso que resulta inevitable, debido a la aceleración del cambio climático en estas últimas décadas.

 

1.Croquis de la escalada por el corredor norte del Margalida, 2.Vista del glaciar de Tempestades desde la arista, 3.El corredor norte en una escalada invernal y 4.Vista de la cumbre del Aneto desde "la Espalda" 

Ida y vuelta: aproximación por Aigualluts (cascada), recorrido de la cresta a la altura del pico Margalida, la cruz en la cima del Aneto y la vista del macizo desde el ibón de Llosás, tras bajar por el collado y glaciar de Coronas.


El acelerado retroceso de los glaciares en el macizo Aneto-Maladetas, en muy pocos años